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Nueve avisos y una oreja

En la tercera novillada nocturna en Las Ventas no hubo suerte para los espadas aspirantes a ser alguien en el mundo del toro. La oportunidad les resultó agria, pasaron fatigas y sudaron a conciencia el terno. Los novillos de Martín-Peñato desarrollaron más genio que casta, aunque en los caballos pelearon y recibieron puyazos duros, y ninguno se marchó sin su ración de castigo. Pero aún así no pararon de moverse y de demostrar fiereza. Y vendieron cara su vida los Peñato, que se llevaron antes de perecer nueve avisos. Para sólo regalar una oreja.El premio se lo llevó el sevillano Fernández Pineda, quien se mostró más hecho y presentó batalla con mayor bagaje técnico ante los dificultosos novillos. Comenzó su faena en los medios, dos pases cambiados por la espalda, y a continuación dio muletazos por los dos pitones; más entonado por el izquierdo al natural. En su segundo, Pineda calentó los tendidos al recibir al novillo a porta gayola, y luego con una segunda larga cambiada en el tercio. Lució buen corte al torear de muleta al natural, sin ligar tandas, pero bien colocado y quieta la planta torera. Salió volteado de mala manera en el cuarto intento con la espada, al atacar muy de frente, por no hacer la cruz, y eso le valió la oreja. Que el público la pidió y el presidente la concedió tras escuchar dos avisos y fallar varias veces en la suerte suprema. En fin.

Peñato / Escudero, Berciano y Pineda

Novillos de Martín-Peñato, bien presentados en general con movilidad y genio. Roberto Escudero: dos avisos y silencio; dos avisos y silencio. José Manuel Berciano: silencio; dos avisos y silencio. Fernández Pineda: aviso y palmas; dos avisos y oreja. Plaza de Las Ventas. 28 de julio. Nocturna. Tres cuartos de entrada.

José Manuel Berciano estaba sin el rodaje necesario para afrontar la empresa de lidiar los novillos. Los sorteó y dio pasaporte lo mejor que pudo; un galleo por chicuelinas en su primero fue lo mejor de su noche venteña. Y Roberto Escudero trabajó sin fortuna en su primero, en una larga faena de muleta en la que se echó de menos medida y reposo. En su segundo, el novillero de Valladolid terminó el trasteo enseguida ante el peligro evidente del animal. Montó la espada y llegó la hora de la penitencia y el calvario, no paró de pinchar, igual que en su primero.

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