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Historias y descontentos.

En política existen objetivos que no es necesario ni quizá posible alcanzar, pero que resulta rentable plantear enfáticamente. Algo así podría estar sucediendo con los debates sobre la fragmentación y tergiversación en la enseñanza de la historia de España o sobre la necesidad de mejorar la enseñanza del castellano y las humanidades. La preocupación del gobierno del PP por estas cuestiones se interpreta como reflejo de una mentalidad centralista o nacionalista, o bien de una obsesión uniformizadora. Es muy posible que todo esto exista, pero también convendría observar el otro aspecto del problema: al dar estas batallas puede que nuestros gobernantes no tengan ya una gran convicción en la posibilidad de ganarlas, pero estén seguros de que les resulta rentable plantearlas.La razón para ello sería que en España, y también dentro de las nacionalidades históricas, existen muchas personas que sienten como una pérdida la derivación de la enseñanza de la historia hacia un excesivo localismo, o la falta de cultura humanística entre las generaciones más jóvenes. Más aún: entre quienes se oponen a los partidos nacionalistas en el País Vasco o Cataluña está muy extendida la convicción de que la ideología nacionalista se reproduce a través de una falsificación de la historia y una erosión deliberada de las tradiciones literarias y culturales españolas. Esta convicción puede ser injusta o inexacta, pero tiene fuerza entre amplios sectores sociales, y no sólo en Madrid.

Cuando el gobierno se propone recuperar una historia común para todos los españoles, o mejorar la enseñanza del castellano, no se limita por tanto a expresar sus preferencias ideológicas particulares, sino que responde a un descontento muy extendido. Independientemente de que a la hora de la verdad esta ofensiva cultural pueda ofrecer resultados concretos, es muy probable que por el mero hecho de lanzarla el gobierno esté asentando sus apoyos sociales y ampliándolos, especialmente entre los ciudadanos que durante los últimos años han tenido la sensación de que la oposición no posee un proyecto común para España, o de que un malentendido progresismo ha conducido a un deterioro de la enseñanza que se manifiesta de forma clara en el terreno cultural y en la educación para la convivencia.

La raíz de los sentimientos a los que se remite el mensaje del PP no se encuentra necesaria-mente en la política. Los cambios sociales de los últimos veinte años han creado un fuerte descontento cultural en amplios sectores de lo que podríamos llamar la generación del 68, y un alto riesgo de desconexión con las generaciones más jóvenes. No nos resulta fácil aceptar el predominio de la cultura audiovisual, el menor interés por la lectura como fuente de ideas nuevas, la moral de la competición y la obsesión por el dinero. Y sentimos que los niños y los jóvenes no tienen los conocimientos adecuados porque no saben algunas cosas que nosotros sabíamos -o creemos ahora que sabíamos- cuando teníamos su edad.

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Todas las simplificaciones son peligrosas, y sería exagerado decir que esos tópicos no tienen nada de verdad. Pero parece razonable sospechar que también expresan los viejos y previsibles problemas de desconexión generacional en momentos de cambio social rápido. Y cuando no es fácil entenderse con los jóvenes es grande la tentación de culpar al sistema educativo, o, mejor dicho, a los responsables de que éste no cumpla los objetivos que nosotros desearíamos. A unos pedagogos teóricos que habrían arruinado las escuelas en nombre de abstracciones incomprensibles, desincentivando a los profesores y llevándoles a hacer dejación de su responsabilidad de enseñar y educar a los niños. O a unos políticos que en función de sus intereses fomentarían una historia localista y fragmentaria, permitiendo que se perdiera la gran tradición humanista y cultural de España.

Ojalá fuera tan sencillo. La exaltación del yo, y el rechazo cultural a la disciplina y al esfuerzo, ya le parecían preocupantes a Daniel Bell en 1976, y durante la última década no ha cesado de crecer la alarma sobre el rendimiento escolar en Estados Unidos -por no hablar de la violencia en las escuelas-, en circunstancias que tienen muy poco que ver con las nuestras. Parece lógico pensar que los cambios sociales de las últimas décadas han traído factores desestabilizadores de la familia y la educación tradicionales, y que el lenguaje incomprensible de los teóricos de la pedagogía no tiene nada que ver con esto. Si por otro lado crece el papel de la cultura audiovisual, y a la vez se expanden los conocimientos técnicos, parece casi inevitable que disminuya el peso de la cultura humanística tradicional.

Eso no quiere decir que sea un error tratar de dar más espacio a la literatura y las humanidades en el curriculum, o que haya que resignarse ante la indisciplina o el bajo rendimiento de los escolares. Pero seguramente es posible enfrentarse a los problemas sin recurrir a la retórica de la intransigencia y sin afirmar que estamos, una vez más, ante una catástrofe irreversible. Pero esto significa, a la inversa, que puede ser un error recurrir a argumentos ideológicos para criticar y rechazar en bloque el discurso del gobierno en el campo de la enseñanza de la historia o de las humanidades.

No porque la derecha española carezca de ideología o presuma de haber superado su denso pasado, sino porque a su discurso generalizador es preciso contraponer hechos y matizaciones. Mostrar que constituye una exageración interesada de anécdotas, que fomenta el alarmismo en respuesta a unas inquietudes sociales más vinculadas a los cambios de nuestra época que a los defectos a menudo imaginarios del sistema educativo. Porque para mejorar la educación y la enseñanza en serio habrá que comenzar por identificar los verdaderos problemas, y no dejarse cegar por obsesiones y falsas generalidades.

Ludolfo Paramio es profesor de investigación en la Unidad de Políticas Comparadas del CSIC.

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