Sin Carmen
Por alguna razón, fueras donde fueras, siempre era posible encontrar a Carmen Martín Gaite. Estabas en una librería o en una fiesta de amigos; estabas en una plaza cualquiera, un cine o un restaurante y, de pronto, envuelta en esa mezcla de prisa, vitalidad e impaciencia en la que parecía moverse sin descanso, Carmen entraba en esa librería o esa fiesta o ese restaurante y, en un segundo, las cosas cambiaban de dirección, de ritmo, de temperatura; entraba llameante, despidiendo destellos, vestida con una capa y un traje hindú, con guantes blancos y botas grises, una corbata y unos pendientes estruendosos, medias con lunas y soles dibujados, un broche en forma de mariposa de plata, una boina de punto o el pelo lleno de lacitos rojos.Entraba allí y todo el mundo la miraba, todo el mundo se acercaba a ella y muchos sentían un poco de vértigo a su lado, intentaban sostener su mirada sagaz, un poco intimidante, y sentían una ligera sensación de desequilibrio, como si hubieran sido alcalzados por una ola o por una racha de viento. Ella, sin embargo, parecía tranquila, igual que un pez exótico que nadara majestuosamente en aguas tumultuosas.
"El río que no sabe que es el Ganges", creo que dice Borges en uno de sus poemas, y yo me acordaba siempre de ese verso cuando veía, en esas situaciones, a Carmen Martín Gaite.
Carmen era inquieta, se movía mucho y por todas partes; cuando te la encontrabas siempre había un momento de la conversación en que empezaba a quejarse de su falta de tiempo, de la cantidad de compromisos y obligaciones que la sacaban de casa. Pero, a pesar de todo, allí estaba, una y otra vez, en una sala del Círculo de Bellas Artes, en un rincón del café Manuela, en la biblioteca del Ateneo, en un bar del Rastro, sentada junto a una piscina en un hotel de Las Lomas...
Si uno hiciese una lista de todos los sitios en que se la llegó a encontrar, sospecho que formaría un gran plano de Madrid, el plano de una ciudad hermosa y especial, llena del perfume y la magia con que Carmen, cuando quería, era capaz de llenarlo todo. Hay mujeres que son mujeres inventadas. Hay mujeres que no son de este mundo. Hay mujeres que son media sirena. Carmen Martín Gaite era todas esas mujeres.
Cuesta prever cómo será Madrid sin Carmen Martín Gaite, imaginar en qué van a convertirse todos esos sitios sin la inminencia de ella. La muerte es una tachadura y es también una especie de demolición, un método por el que las ciudades se llenan de ausentes, de grietas, de espacios en blanco. Sabemos eso, pero no sabemos nada más: ni qué es, ni en qué nos convierte, ni hasta dónde llega, ni en dónde desemboca. Era domingo, compramos los diarios y en ellos estaba escrito: ha muerto Carmen Martín Gaite. ¿Qué quiere decir eso?
La mala noticia llegó a nuestra casa el día en que salíamos de vacaciones, en que estábamos a punto de subir al coche, de llegar a un barco. ¿Qué nos hizo esa noticia? Lo primero que pensamos fue en una gran sombra, en una espesa sombra que caía lentamente sobre los edificios y las calles y los coches aparcados.
Luego, mientras avanzábamos por la carretera, supimos que estábamos dejando atrás una ciudad que, al volver, ya no sería la misma. Hablamos un poco y después nos quedamos en silencio. Encendí la radio. Daban una canción de Lou Reed.
Hacía calor, no había mucho tráfico y Lou Reed dijo: "Has borrado tus huellas y ahora no puedo verte./ Hiciste que esparcieran tus cenizas en el mar./ No hay ni tumba que visitar ni lápida que ver./ Saliste en las esquelas del New York Times./ No hay discos, ni cintas, ni libros, ni películas. / Hay algunas fotografías y algunos recuerdos. /A veces marco tu número de teléfono y oigo:/ "Este número está fuera de servicio/ el abonado ya no vive aquí". Apagamos la radio. ¿Cuándo estaba ocurriendo todo eso? La noche siguiente íbamos a estar ya en la isla.
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