Lo que me pide el cuerpo
LUIS DANIEL IZPIZUALo que el cuerpo me pide es gritar que soy feliz. Puede parecer una indecencia, dada la situación que atravesamos; un insulto para quienes viven al día anclados en el terror; una falta de respeto para quienes hace nada han visto truncada la vida de algún próximo o radicalmente violada su vida cotidiana por la barbarie. Pero, a pesar de todo, quiero reivindicar el derecho a gritar que se es feliz. Sin obviar responsabilidades, sin ignorar a las víctimas, el frente de la felicidad es también un frente contra la barbarie. Cultivar mi felicidad, la mía, la que yo he amasado contra la fatalidad y la muerte, es esgrimir un argumento de peso contra el Gran Argumento. Ese mecano sangrante nos querría a todos subyugados a su tristeza, sometidos a sus sofismas, erectos ante su orden: sólo se puede ser feliz cuando y de la forma que el cumplimiento de la Historia lo ordene. La construcción nacional exige fuerza de trabajo que se reproduzca a golpe de maza. O con golpes mucho más horribles.
Y bien, yo soy feliz. Podría ser el estribillo de la canción de verano. Pero no voy por esa vía, aunque le había prometido a mi jefe de esta casa escribir una columna veraniega. Además, es cierto que en verano somos todo lo felices que el invierno nos deja ser; todo lo felices que esperamos seguir siendo el invierno siguiente: recogemos y sembramos. No niego que esa efervescencia responda a una finalidad productiva. Pero descalificarla por esa razón sería algo así como negar la condición humana. No, lo que hay que hacer es ampliar la efervescencia en la medida de lo posible. Lo que hay que hacer es afincarse en la felicidad teniendo en cuenta las necesidades productivas. Y hay que afincarse en ella durante todo el año. Ése y no otro es el objetivo de nuestra vida. Crear condiciones para la felicidad, y no condiciones para la muerte, no condiciones para la barbarie. Ésa es nuestra tarea.
Inmensa tarea para el país que vivimos. Ya ven, ni siquiera puedo poner burbujas en mi columna veraniega. Aquí la felicidad adquiere aspecto de mueca innoble. Gritarla exige siempre una disculpa compensatoria. Basta con contemplar el panorama. Abran sus oídos. Proclamas grandilocuentes en pro del Gran Sacrificio, que son ya en sí mismas el gran e inagotable sacrificio. Una estreñida concepción del presente, siempre necesitada de Evacuol para generar el futuro y optando por una lavativa que se remonta al origen de los tiempos. Lean si no el título de la propuesta de paz de Ibarretxe para tener una evidencia más del concepto estreñido de lo que hay que hacer: "Una propuesta inicial de Acuerdos Básicos para la Construcción de un Proceso de Paz y de Normalización Política". Tan sólo leerlo ya produce cansancio, porque cada palabra añade una eternidad más a la anterior, de modo que todo parece remitirse ad calendas graecas, o haber sido formulado para no conseguir nada, es decir, para que continúe igual a sí mismo este parto cuya única razón de ser es el dolor. Analicen ustedes cada palabra y verán lo que agota.
De muy otro tenor es el artículo Un grave obstáculo para la paz de Juan María Uriarte, obispo de San Sebastián. Yo no sé si monseñor Uriarte es o no nacionalista, ni me importa. Recuerdo que, cuando lo nombraron obispo de San Sebastián, alguien desfortunadamente dijo poco más o menos que era más peligroso que Setién porque a aquel se le veía el plumero y a éste no. Y, en efecto, es más peligroso que Setién por razones ajenas a cualquier plumero. Lo es por lo novedoso de su discurso, absolutamente rompedor con el talante de los de su predecesor. La retórica de Setién era subsidiaria, dijera lo que dijera, del discurso de gran objetivo en el que la contingencia personal, por más que hablara de ella, quedaba siempre subordinada en un proyecto liberador en el que todos ponían el cazo: víctimas y verdugos. El discurso de Juan María Uriarte parte en cambio del sufrimiento efectivo y actual y lo señala como escándalo. "La vie est admirable la vie est admirable elle est vaine", escribía el gran poeta católico francés Pierre Jean Jouve. No sé si monseñor Uriarte estará de acuerdo con ese carácter vano de la vida, pero no es mal principio partir de él para desactivar la pretensión redentora del crimen. Lo vano, lo ilusorio, lo frágil. Mi propia felicidad.
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