Sosiego en el patio de armas
El festival Clásicos en Verano llena cada sábado de julio el castillo de Manzanares el Real
FERNANDO ÍÑIGUEZ Los historiadores sabrán mejor qué se hacía en el patio de armas del castillo de Manzanares el Real en los siglos XIV y XV, en su época de mayor esplendor. Pero, por el nombre del patio, seguro que algo muy distinto a lo que ayer tarde hacían la Agrupación Camerística Isolda (ACI) y las cerca de 400 personas que atendían muy concentradas su actuación.
Es el signo afortunado de los tiempos: muchos de los castillos levantados históricamente como muestra de poderío, con un espíritu guerrero y bélico, se han transformado en centros culturales. No se sabe qué cara pondría Diego Hurtado de Mendoza, almirante de Castilla (1365-1404), su primer morador, al ver convertido su patio de armas ayer tarde en un lugar de recogimiento y sosiego, algo que se viene repitiendo en el mismo lugar todos los sábados de este mes de julio.
Y es que la Comunidad de Madrid está inmersa en el festival Clásicos en Verano, que este año celebra su 13ª edición, en 35 municipios madrileños con un total de 84 conciertos, la mayoría de ellos en iglesias, castillos y otros recintos históricos.
La música de la ACI transmitía ayer sensaciones muy placenteras y alejadas de las armas, a tenor de las caras de placidez y paz interior que exhibían las personas que la escuchaban. Según la organización, muchas de ellas llegadas de otros puntos de la Comunidad merced al cuestionario que entregaban a la entrada entre el público. A la puerta del castillo, un poco antes de empezar el concierto y bajo la mirada atenta e intimidadora de un bóxer que paseaba con su dueño por las inmediaciones, esa gente se mezclaba con los lugareños, y los más rezagados, que ya habían aprendido la lección de sábados anteriores, se traían la silla plegable desde casa. En el patio de armas, y a plena luz de tarde, la música de este quinteto femenino venezolano, fundado en 1989, lo invadía todo. Una viola, un violín, una flauta travesera, un violonchelo y un arpa de pedales sin más amplificación que la natural. Nada de micrófonos y altavoces. Música en estado puro sobre composiciones de autores que vivieron y murieron en este siglo -José María Franco, Heitor Villa-Lobos, Manuel de Falla y Alberto Ginastera- y otro vivo, el venezolano Ricardo Teruel, del que estrenaron una pieza que dejaba oír de lejos ecos de samba y merengue.
Nadie ni nada interrumpía la magia, esa combinación de melodía y entorno. Si a alguien se le ocurría toser, salía rápido al descansillo; si lloraba un bebé, el papá se lo llevaba fuera. Sólo los gorriones revoloteaban por las cabezas de las instrumentistas y desparramaban sus trinos, entre el público, mayoritariamente adulto, pero con importante representación juvenil, y las columnas del claustro.
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