Mediterráneo
A menudo, el Mar Mediterráneo no es otra cosa que el conjunto de terrazas de los edificios que configuran el vecindario con los televisores sintonizando emisoras distintas a todo volumen. Sin embargo, no se trata de una irritación litoral propia del verano, sino de la transcripción en seco más clásica del Mare Nostrum. Este mar, desde el viaje de Jasón en la nave Argo a la última deriva estival del catamarán de cualquier contratista del Estado, no ha sido otra cosa que un patio interior de vecinos inundado, con ropa tendida en la galería y atiborrado de tipos sin camisa comiendo pimientos en salmuera a gritos. Tiene las mismas dimensiones para la geología que posee un deslunado para la arquitectura, por lo que su principio es la resonancia. Y lo peor en ambos casos es que casi siempre hay alguien que se cree Neptuno y vocifera por encima de los demás. Existen otras visiones de este mar, pero o se parecen demasiado al Ártico, o resultan demasiado caras, que para el caso es lo mismo. La postal del Mediterráneo empíreo es tan falsa que a Hölderlin lo han sustituido los promotores inmobiliarios. En la espuma de sus olas se encuentra contenida toda la violencia de un patio de vecinos, y hasta el mismo cuchillo que rebana un pescuezo apenas unas horas después de partir una sandía. Del mismo modo que en cualquiera de las cenas silenciosas que tienen lugar en las terrazas sin que los comensales se miren a la cara se comprimen todas las tempestades de La Eneida. La calma es sólo un compás de espera. En la troposfera, como en el cerebro, siempre se está produciendo un embolsamiento de aire frío dispuesto a alcanzar la apoteosis de la estridencia. Si uno llega a la conclusión de que le molesta el barullo, es que ha dejado de ser mediterráneo. Son cosas que pasan. A medida que uno se vuelve más frío en su interior y busca cafeterías limpias con clientela sosegada, es que se está convirtiendo en un tránsfuga del Mediterráneo. En muchos cerebros hay una inquietud geológica que trabaja en este sentido sin que uno se dé cuenta. Algunas ciudades, por ejemplo Barcelona, ya han dejado de ser mediterráneas y se han convertido en atlánticas con total naturalidad. La vida no para. Y el mar, menos.
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