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¿La cumbre definitiva?

Los medios de comunicación han rebosado estos días de toda clase de rumores, especulación y algunas noticias sobre la cumbre de Camp David, sus progresos, resultados y significado. Independientemente de lo que ocurra como consecuencia inmediata de las negociaciones, una cosa parece bastante clara: que, a pesar de cualquier acuerdo al que se llegue con respecto a territorios, fronteras, el estatus de Jerusalén, los refugiados, el agua y la soberanía, subyace la cuestión de si los palestinos estarán o no dispuestos a concluir el conflicto con Israel y a declarar el pasado nulo y sin valor respecto al presente y al futuro. Creo que esta declaración es el gran premio que Yasir Arafat puede conceder a Israel (no olvidemos que, a pesar de su ejército de asesores en Camp David, sólo él tiene la autoridad definitiva), y eso es precisamente lo que Israel desea por encima de todo.Por lo tanto, incluso Jerusalén y el derecho de los refugiados a volver son menos significativos que el hecho de que los palestinos declaren voluntariamente que contemplan acabar con todas sus demandas contra Israel y con cualquier lucha ulterior contra el Estado que les ha despojado, colectiva e individualmente, de su patrimonio histórico, su tierra, sus casas, sus propiedades, su bienestar y de todo.

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Lo que me ha estado preocupando todo el tiempo de la táctica (¿o será una estrategia?) de Arafat de amenazar con la declaración de un Estado palestino es el peligro de que su Estado puediera ser reconocido rápidamente como el equivalente a la concesión a los palestinos de su autodeterminación, aunque sea sólo sobre el papel. No es probable que ningún país como Israel tolere la existencia - y mucho menos que contribuya al nacimiento- de otro país en cuya estructura pudiera encontrarse un pasado no cerrado o incompleto. Así, a cambio de aceptar un Estado palestino, es bastante razonable que Israel pida también que el nuevo Estado renuncie a todo tipo de reivindicación sobre el pasado, que es precisamente lo que este nuevo Estado, por definición, creo ya, va a tener toda la apariencia de haber alcanzado. En otras palabras, se va a diseñar, constituir, fundar e incluso construir un Estado palestino desmilitarizado y necesariamente incompleto -independientemente de lo perjudicado que salga territorial, económica o políticamente- basándose en una negación del pasado. En opinión de Israel, el pasado en cuestión es total y exclusivamente un pasado palestino (y no palestino-israelí), pues nadie prevé, en el caso de Israel, el final o conclusión de las reivindicaciones judías contra sus perseguidores en el pasado. Separado de su contexto de lucha y desposesión, de su largo camino de sufrimiento, exilio, desplazamiento y pérdida masiva, este pasado real palestino se declarará nulo y sin valor a cambio de que se pueda decir del pueblo palestino que ha alcanzado la condición de Estado.

Y esto no va a ser un asunto meramente formal, sino que afectará a la raíz misma de la identidad palestina. Oslo ya ha hecho pagar un duro precio a la historia palestina, tal como se enseña a los jóvenes en los libros de texto de la Palestina autónoma. En el nuevo orden de cosas, los palestinos están representados como un pueblo que hoy se encuentra por casualidad en Nablus, Ramallá y Jericó; pero cómo llegaron allí, cómo para algunos fue una consecuencia de las guerras de 1948 y 1967 y cómo Tiberiades y Safad fueron una vez predominantemente árabes, todos esos retazos de tan molesta información se ha eliminado de un plumazo de los libros de texto. En un libro de historia de sexto grado se habla de Arafat únicamente como presidente de la Autoridad Palestina; su historia como presidente de la OLP, por no hablar de los días de Amán, Beirut y Túnez, han sido simplemente borrados. En otro libro, Palestina se presenta como un rectángulo en blanco y se les pide a los niños que rellenen los espacios que, cuando se concluya el acuerdo de paz, se tachonarán con los nombres de los lugares que, según Camp David, se consideren palestinos.

Ahora bien, hay una gran diferencia entre que nos disguste o nos moleste el pasado, y negarse a reconocerlo como el pasado, incluso como el pasado en el que algunos creen. El motivo por el que tantos representantes oficiales palestinos se han mostrado tan preocupados por hacer referencias a la Resolución de Naciones Unidas 194 (derecho al retorno) o incluso la 242 (devolución de territorio), es que estas resoluciones, por muy escuetas y telegráficas que sean, son destilaciones de la historia palestina que, al parecer, reconoce como tales la comunidad mundial y, por tanto, tienen validez como tales, independientemente de los caprichos de cualquiera de las partes. El peligro de Camp David reside en que anulará, explícita o implícitamente, esta condición. La historia se está escribiendo de nuevo, pero no de acuerdo con el gran esfuerzo realizado por los historiadores para determinar lo que ocurrió, sino de acuerdo con lo que las potencias más fuertes (Estados Unidos e Israel) consideran permisible como historia.

Esta difuminación del pasado y sus reivindicaciones sobre el futuro se aplicará seguramente también a la ocupación israelí, que comenzó en 1967. Ahora contamos con una información completa sobre los daños que ésta causó a la economía, y estoy seguro de que también contamos con una información completa sobre la destrucción premeditada que sufrió la agricultura, el ámbito municipal y la propiedad privada. También están registradas las muertes, heridos y demás. No estoy pidiendo que se mantenga un rencor permanente hacia los que perpetraron semejante daño, sino que, defendiendo que tres décadas de ocupación no pueden hacerse desaparecer de un soplo como si fueran simples motas de polvo. Irak paga la deuda por los pocos meses de ocupación de Kuwait en 1990 y 1991, y así es como debe ser. Entonces, ¿por qué Israel está milagrosamente exento de pagar por todas sus fechorías del pasado? ¿Cómo se puede esperar que los ciudadanos del sur de Líbano perdonen y olviden 22 años de ocupación de su territorio, y menos aún los horrores de la cárcel de Jiam, con sus torturas, la espantosa incomunicación y las condiciones inhumanas, todo lo cual fue supervisado y mantenido por los expertos israelíes y sus mercenarios libaneses?

Creo que estos asuntos exigen una profunda discusión, reflexión y una ponderada evaluación. Puede que incluso, a su debido tiempo, se acuerde la creación de una Comisión sobre la Verdad y la Reconciliación como la de Suráfrica. Pero no creo que un asunto tan enormemente importante y enjundioso como la historia de la injusticia israelí con los palestinos, e incluso el de la responsabilidad israelí en sí misma, se pueda resolver con un arreglo de pasillo hecho a la ligera, como si se tratara de un regateo de mercado. Hay cuestiones de sinceridad, dignidad y justicia a tener en cuenta sin las que no es posible llegar a un acuerdo, por muy ingenioso o práctico que pueda ser desde el punto de vista político.

Por tanto, como garantía mínima de que se tienen en cuenta todas esas consideraciones anteriores en la paz que se discute en Camp David, sería esencial la celebración de un plebiscito o referéndum palestino, siempre que fuera auténticamente democrático. En todo este proceso de Oslo, tan chapucero e insatisfactorio, Arafat y sus partidarios tienen excepcionalmente la oportunidad de salvar una pequeña parte de lo que se nos ha quedado como pueblo, aunque sólo sea por los años de mal gobierno y de falta de honradez y de dignidad. ¿Cabe la posibilidad de que sean capaces de hacer algo para su propia redención?

Edward W. Said es ensayista palestino, profesor de la Universidad de Columbia.

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