El nacionalismo correcto JOAN B. CULLA I CLARÀ
El scoop, y con él la subsiguiente alarma, saltaron en la edición del pasado martes de un periódico madrileño sin especiales connotaciones ideológicas: "Gibraltar participa como país en un torneo europeo de hockey", rezaba un gran titular a cuatro columnas. Desarrollándolo, y llenando casi una página entera de la sección de España, el texto informaba al desprevenido lector de que una selección gibraltareña formada por 18 jugadores de hockey sobre hierba participa actualmente en el Campeonato Europeo de Naciones sub 21 de la especialidad, que está teniendo lugar en Oporto (Portugal). No sólo eso: ya en racha de malas noticias, se hacía saber que, a lo largo de las últimas décadas, el deporte gibraltareño ha obtenido el reconocimiento de hasta seis federaciones internacionales (atletismo, hockey, boxeo, natación, voleibol y baloncesto) y que incluso intentó, en el colmo de la audacia, tomar parte en los Juegos Olímpicos de 1992, en Barcelona.La imagen escogida para ilustrar el tema era la foto de un hermoso bulldog de cuyo cuello colgaban la Unión Jack y la enseña de la Roca, con el siguiente pie: "Un manifestante antiespañol (sic) exhibe en su perro las banderas británica y de Gibraltar frente a la embajada española en Londres". Además, el diario dedicaba al asunto un chiste gráfico y convertía la pregunta "¿debe Gibraltar participar en campeonatos deportivos internacionales?" en objeto de debate dentro de sus páginas de opinión. En ese debate, el ex secretario de Estado para el Deporte Rafael Cortés Elvira intervenía con un rotundo no y argumentaba que "para España, la existencia de un país deportivo como Gibraltar sería el primer paso para alcanzar su status de estado".
En otras épocas, cuando desde mediados de julio se relajaba la tensión informativa y los medios de comunicación andaban cortos de contenidos, la amenaza política que sobre España proyecta el deporte gibraltareño hubiera podido pasar por una típica serpiente de verano. En el actual ambiente sangriento y crispado, mientras la vesania de ETA nutre y legitima el revival españolista capitaneado por el PP, esta historia de Gibraltar y el hockey me parece un síntoma más -un síntoma menor, si se quiere- de hasta qué punto las actitudes que no cabe sino calificar de nacionalistas han pasado a formar parte de la normalidad, de lo políticamente correcto, del centro del paisaje discursivo español.
Es de ver, por ejemplo, con qué naturalidad el aplicado redactor de la noticia a la que aludo denuncia que el Ministerio de Asuntos Exteriores no haya "protestado por esta admisión de Gibraltar en el campeonato" que se celebra en tierras portuguesas, y cómo insiste una y otra vez en la "falta de reacción" del Gobierno de Madrid, en "la desidia de la diplomacia española", cual si nos hallásemos ante un casus belli merecedor de la movilización general. Del mismo modo, el agudo periodista destaca que, en el torneo de Oporto, "la Roca se medirá con cinco naciones reales como Georgia, Portugal, Dinamarca, Croacia y Grecia", sin caer en la cuenta de que, apenas diez años atrás, algunas de esas naciones -Georgia y Croacia- eran, en términos de personalidad internacional, mucho menos "reales" que el Peñón, y sin querer percatarse de que, chovinismo español aparte, Gibraltar es un país igual de sólido o de discutible que Mónaco, San Marino, la isla de Guam, Puerto Rico... o Burkina Faso. Para quienes recordamos todavía el coro de risas, sarcasmos y alusiones a las canicas con que fue acogida en los círculos gubernamentales y periodísticos de la Corte, allá por noviembre de 1996, la demanda de selecciones deportivas catalanas, resulta chocante que una aspiración tan ridícula, infantil y aldeana suscite tal desasosiego cuando la ejercen unas pocas decenas de miles de llanitos.
El lunes pasado, en EL PAÍS, el escritor Horacio Vázquez-Rial se enroló en la cruzada abierta contra "las historias nacionales generadas a partir de los nacionalismos periféricos" con un interesante artículo del que extraigo la siguiente cita: "El problema no radica tanto en cómo describir el papel de Felipe V en la historia de Cataluña, por ejemplo, sino en reiterar que su reinado todavía no ha finalizado, que la sumisión forzosa a España es un hecho de hoy mismo y que de las heridas recibidas en 1714 mana aún sangre fresca". ¿Sangre fresca? Bueno, es indudable que el durísimo castigo infligido por la Nueva Planta borbónica sigue produciendo entre algunos catalanes un cierto escozor. Pero no somos ni los únicos ni los más quejicas en dolernos de tan viejas lesiones. En España, sin ir más lejos, son multitud -y multitud letrada- los que sienten la amputación territorial que supuso el coetáneo Tratado de Utrecht como si el muñón estuviese todavía en carne viva, y quienes reivindican Gibraltar con una convicción y una constancia que el catalanismo jamás ha empleado en reclamar la plenitud de los derechos abolidos por Felipe V. Eso sí, aquellos a quienes incluso les duele que Gibraltar juegue al hockey no son nacionalistas. Ellos -¡menuda suerte!- son patriotas.
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