El orgullo de los 'viejos'
Virenque aprovecha una caída de Heras para ganar una etapa en la que Armstrong bailó en la cuerda floja
La voz corrió como la pólvora por el pelotón. El boss, o big tex, o como quiera que quiere llamarse Lance Armstrong ha prohibido los movimientos. Quiere ganar la etapa. Que nadie se mueva, chisss. La voz llegó a Pantani, claro. El Pirata, agazapado atrás, rodeado de su armada rosa, se está recuperando del susto que se llevó en la caída de nada más salir que le costó a Serrano la retirada (luego se marchó Nicolás Jalabert: el ONCE se queda en cuatro) y a él un cambio de bicicleta. Silencio, le dicen. Que Armstrong ha prohibido expresarse a nadie. Como siempre pasa: la respuesta a la provocación no parte de la cabeza, sino de las tripas. Al Pirata (o Elefantino, como prefiere Armstrong que se le llame al italiano), en efecto, se le revuelven las tripas. Íbamos por el kilómetro 65, al pie del primero de los cuatro cols del día (incluido el durísimo Joux Plane); estábamos a 130 kilómetros de la meta. En aquel momento, la última etapa alpina se volvió loca.Se suicidó Pantani y salió ganando el ciclismo del grande, el ciclismo imposible, el que no aparece en los libros de tácticas. Se juntaron el orgullo de Pantani con el de Escartín y el de Virenque, otro par de viejos que ya se andan por la treintena y ven su final acelerarse, ven a la generación montante empujándolos fuera de cuadro. Se unió al cóctel la rabia y la desgracia de Heras, unas gotas de Beloki y otras tantas de Ullrich. Y hubo una guinda consecuente: la crisis de Armstrong. El Tour en su pleno apogeo. Terminó la etapa y se vio que tanta historia fue inútil para los contables: ni Armstrong perdió el Tour, ni Ullrich ni Beloki sus plazas de podio. Ganaron, como se suele decir, los intangibles del ciclismo. Y los aficionados.
Las previsiones eran sencillas y todos las agradecían de antemano. La tercera semana es dura y la epidemia de fatiga hace estragos. Ni el segundo día de reposo hizo mucho para alegrar los ánimos o devolver las fuerzas a los organismos exhaustos. Así que todos lo veían sencillo. Al tran-tran del US Postal hasta el Joux Plane, y allí que pase lo que pase: que ataque Pantani como lleva tiempo prometiendo; que le coja la rueda Armstrong en demostración de orgullo, como lleva tiempo amenazando; que Botero, el inasequible, vuelva a las suyas; o que Heras, como anuncian en el Kelme, dé por fin el gran paso, la zancada de la grandeza, que Heras tenga la osadía de intentarlo, de lanzarse hacia delante con la carretera vacía ante él, y no con una rueda a la que agarrarse. Como siempre pasa: cuando todos desean una cosa, ocurre la contraria.
A Pantani se le revolvieron las tripas (y también en el sentido no metafórico: cuando vacío de fuerzas se arrastraba por el Joux Plane, una diarrea galopante llegó para aumentar sus males, que incluso, según se anunció anoche, le impedirá tomar la salida hoy) y, deslumbrado también por su propia fama, lanzó uno de sus míticos ataques en el kilómetro 67, cuando sólo se llevaban dos de ascensión al Saisies, el primer col del menú. El pelotón estalló en mil pedazos y entre los coches de los equipos se propagó la perplejidad. A Walter Godefroot, el director del Telekom, se le atragantó la manzana golden que estaba empezando a morder; Johan Bruyneel, el de Armstrong, subió los cristales del coche y el volumen de radio Tour para cerciorarse de que había entendido bien. Belda, el del Kelme, el equipo animador oficial del Tour 2000, se encomendó a San Fernando Escartín. Los demás buscaron un cuchillo para cortarse las venas. Adiós a las esperanzas de una jornada tranquila (o gloriosa).
Fernando Escartín no podía irse de su peor Tour en años sin lanzar su reverencia. Agarrando la oportunidad de Pantani, el aragonés bravo poco tardó en ir tras el italiano. A su rueda, Hervé, el rápido vigilante de Virenque. Como siempre pasa: la contrarrespuesta a la provocación del italiano y del aragonés no llegó desde la cabeza de Armstrong, sino de su honor puesto en entredicho. No dijo aquello tan sensato de si Pantani quiere morir, que se tire por un barranco, sino aquello tan trillado de si Pantani quiere morir, antes me llevará a mí por delante. Y lo consiguió.
Entre Pantani y Escartín (Hervé, siempre a rueda), que se unieron bajando Saisies, empezaron a tensar la cuerda. Igual que quedó diezmado el pelotón del maillot amarillo (unos 30 supervivientes mediado el segundo puerto, un segunda) así se quedó en los huesos su equipo. Hamilton y Livingston, los de siempre, empeñaron también su honor en acabar con el rebelde calvo. Kilómetros y kilómetros pasaron, subieron, bajaron, llanearon, comieron, algunos, como Pantani, volvieron a cambiar de bicicleta (Ullrich estrenó otra para bajar el Joux Plane), y siempre igual: un minuto, segundo arriba, segundo abajo, entre los dos grupos. Finalmente, al pie del Joux Plane, cedieron los fugados, sus fuerzas agotadas; cedieron también los perseguidores, exhaustos. Pero nadie respiró tranquilo. Sin respiro habían corrido hasta entonces y sin resuello tendrían que atacar al gigante que da sombra a Morzine.
Armstrong, para entonces, ya estaba en sazón. Sin equipo y sobresaltado. Su organismo, cada día que pasa más lento a la hora de alcanzar su velocidad de crucero, no había tenido tiempo de asimilar toda la etapa corrida en persecución. Tampoco tenía equipo. Ullrich tenía equipo, y, se supone, fuerzas. También equipo y ganas tenía el Kelme. Y andaba por allí Virenque, el otro viejo que no quería irse del Tour sin hablar. Y en ese escenario tan inmenso fue donde Heras encontró el valor y el momento para abrir camino. Su ataque hizo ceder, por fin y por primera vez, al líder, quien, claro, no sufrió un ataque de pánico: sus siete minutos sobre el segundo son muchos minutos. Virenque, poco a poco, le cogió. Ullrich también dejó a Armstrong. Y Beloki. Y todo quisque. Heras creía tener prometida la victoria. Sólo se encontró con una caída traicionera. El triunfo, para Virenque, para la generación que se resiste a desaparecer en silencio.
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