Dudosa revolución
Últimamente, los conciertos de música religiosa afroamericana se distinguen unos de otros en que los protagonizan damas entradas en kilos vestidas con trajes de colores chillones o caballeros enjutos enfundados en ascéticas túnicas negras. Por lo demás, tienden a parecerse entre sí como dos lágrimas de María Magdalena.En ese panorama uniforme, la cantante y pianista Liz McComb pretendió plantear una pequeña revolución en el segundo concierto del festival vitoriano. De entrada, contravino el orden jerárquico y salió antes que sus músicos, acompañando delicadamente al piano su voz autoritaria y rotunda, garra dura que parecía surgir de una garganta de titanio galvanizado. Mediada la canción hizo callar al teclado y más tarde incluso se deshizo del micrófono para hacer puro canto a capella, actitud que en un polideportivo que suele albergar partidos de baloncesto tuvo su mérito. Progresivamente despojada de útiles de trabajo, se antojó que estaba haciendo un emocionante strip-tease acústico que acabaría en un desnudo integral de su corazón.
Liz McComb
Liz McComb (voz y piano), Butch Heyward (órgano), Byron Moore (bajo eléctrico) y Sam Kelly (batería). Polideportivo de Mendizorrotza. Vitoria. 17 de julio.
El problema de empezar tan fuerte es que luego todo desmerece mucho. Sobre todo si el siguiente paso consiste en tirar de usos comunes fulminando el espíritu revolucionario. Sin más concesiones a delicias íntimas, ya en la segunda pieza penetró en dominios trepidantes y festeros. La voz de McComb empezó entonces a pedir socorro ahogada por el acompañamiento pegajoso de sus músicos, que, para más escarnio, le hacían coros. Particularmente febril estuvo el voluminoso batería Sam Kelly, afanado en servir un chim-pum de lo más genuino, admirablemente regular, simétrico y agobiante. Modales más gentiles mostró Butch Heyward, sentado ante un vetusto modelo de órgano de patas torneadas y timbre evocador.
A partir de ahí se alternaron piezas de religiosidad atenuada que lanzaban miradas insinuantes al pop y al jazz, estructuras cíclicas prolongadas, sin necesidad, con falsos finales agónicos que podían acabar con la paciencia del más resistente. La mayoría tenían aspecto de canciones sin rostro, de simple material de alivio que aspiraba a una modernidad dudosa.
Se presentía que la especialidad de McComb es el gospel canónico, el característico de parroquia rural y endomingada, pero la cantante lo escatimó sin explicaciones, y sólo muy al final de su largo concierto -más de dos horas- se hincó de rodillas para teatralizar la plegaria. Pese a reconocer no encontrarse bien físicamente, tampoco renunció a darse una vuelta entre la audiencia sobre una versión superficial y algo dispersa del clásico Sometimes I feel like a motherless child, y cerró plaza con una interminable propina en la que pronunció e hizo pronunciar al público la palabra fire unas 3.000 veces. Sin exagerar.
Babelia
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