La noción nacional del tiempo.
Un cierto número de miembros de la Academia de la Historia, puesto que son unos cuantos los que vienen diciendo que no han sido consultados para ello, han elaborado, en nombre de la institución, un informe, escueto y apenas si relativamente bien escrito, acerca de la situación en la enseñanza de su materia en los institutos españoles. Y si escueto y hasta pobre resulta el informe, aún más alarmantes resultan, con notables y contadas excepciones, las respuestas al mismo de las que nos da noticia la prensa. A pesar de sus defectos, el informe resume y expone cosas de las que la mayoría de ciudadanos en ejercicio en este país tienen conciencia, más allá de lo que diga una clase política cada vez más distanciada de la realidad social que la rodea, en olvido, probablemente debido a un régimen electoral perverso, de que la inmensa mayoría de los votantes se pronuncian, una convocatoria tras otra, por partidos de ámbito estatal. Esas cosas tienen que ver con la deletérea acción de las políticas educativas autonómicas sobre las inteligencias de los jóvenes estudiantes.La historia de la humanidad está siendo constantemente reescrita, y la de España no es la excepción. Como la de cualquier Estado-nación, fue profundamente reelaborada entre finales del siglo XVIII y el siglo XIX, en el marco de esa gran operación de reescritura de la historia que constituyó una de las vertientes fundamentales del Romanticismo, en el curso de la cual se inventó, entre otras cosas, la Antigüedad clásica tal como ahora la conocemos, limpia de todo vestigio afroasiático y/o semítico, y útil, en consecuencia, para fundar cualquier mitología étnica. Es, pues, normal, en términos políticos, que cualquier nación con proyecto de Estado propio, aunque actualmente se conserve en el marco del Estado español, pretenda escribir y escriba su propia versión de los hechos, reales o supuestos, de la historia general, porque no hay nación posible sin mitos propios y, por tanto, sin historiografía propia. Todo esto lo saben perfectamente todos los implicados en la polémica desatada por el informe de la Academia de la Historia sobre los mal llamados libros de texto (como si los demás carecieran de él), desde quienes lo elaboraron hasta los políticos que se prendieron de él como perros salvajes a la longaniza del pensamiento, que no han sido sólo los políticos mal llamados nacionalistas de las también mal llamadas (por lo redundante de la expresión) nacionalidades históricas, sino también los políticamente correctos de la izquierda reaccionaria que nos devasta.
Como no puedo achacarles a los académicos de la Historia una ingenuidad política que les invalidaría como profesionales, pues mal entenderían y peor explicarían el pasado si tan poco se les alcanzase el presente, estoy obligado a pensar que, al dar a conocer su informe, tenían conciencia de la reacción que provocarían. Y, del mismo modo, tendrían conciencia de que el que planteaban no era un problema menor, a la vista de que el más grave de los problemas políticos con que se enfrenta hoy el Estado español, el del terrorismo de ETA, se sustenta ideológicamente nada menos que en una lectura de la historia local vasca, esa que, según se han afanado en precisar portavoces oficiales y oficiosos de los diversos grupos nacionalistas de esa parte de la Península, se enseña sólo en "algunas" ikastolas.
De modo que el informe, esa parte del informe, tenía que hacer ruido, y lo ha hecho, y seguirá haciéndolo durante algunos días, puesto que, por ejemplo, en Cataluña acaparó el principal titular de portada del más tradicional periódico local durante dos días, como si de una inundación asesina o de unas elecciones generales se tratara. Señal de lo mucho que preocupa el asunto a los poderes constituidos. Lo lamentable del caso es que, como consecuencia de esa preocupación, y de lo airado de sus manifestaciones, todo el debate se ha centrado únicamente en uno de los aspectos del informe, en desmedro de otros, ligados a él, pero probablemente más importantes, por ser mayores y más prolongadas en el tiempo sus secuelas. Más aún: yo diría que lo esencial de cuanto consta en el informe no es el que los gallegos, los vascos, los catalanes o los andaluces escriban para las generaciones que vienen una historia adecuada a los intereses de su clase política, que ha aprendido que da más réditos el ser distinto que el ser igual, sino lo que se apunta al decir que "la visión que pueden tener los alumnos de la ESO queda cortada por verdaderos 'saltos en el vacío', como el de pasar del estudio del mundo antiguo al moderno sin hacer la menor mención de la época medieval. No es posible justificar esas omisiones. En muchos casos, y esto nos parece sumamente grave, se observa la falta de un hilo conductor explicativo del proceso histórico".
El problema es la liquidación de la noción de proceso, precisamente, en la materia a la que le corresponde, por su propio carácter, hacerla arraigar en las cabezas de los jóvenes estudiantes. La inclusión de la historia en el currículo escolar, es decir, la inclusión de un relato de los que los hombres han hecho a lo largo de los siglos, un relato con un sentido y un desarrollo lógico es la formulación más eficaz de la idea de proceso. Y, para quienes aún tomamos partido por la razón, la formulación más eficaz de la idea de progreso.
Naturalmente, las historias nacionales generadas a partir de los nacionalismos periféricos del Estado al que convenimos en llamar España contienen el germen de la negación de las ideas de proceso y de progreso, y aun de una tendencia a la negación de la temporalidad misma, desde el momento en que, para su justificación, viven como contemporáneo todo el pasado que se atribuyen, incluidas en él, y subrayadas, las ofensas supuestamente inferidas por esa abstracción a la que todos parecen convenir en llamar Madrid. El problema no radica tanto en cómo describir el papel de Felipe V en la historia de Cataluña, por ejemplo, sino en reiterar que su reinado todavía no ha finalizado, que la sumisión forzosa a España es un hecho de hoy mismo y que de las heridas recibidas en 1714 mana aún sangre fresca, como en el milagro anual de san Jenaro. Y no nos equivoquemos: esas versiones de la historia son contagiosas. Hasta el punto de que Felipe V, encarnación del progreso frente al archiduque Carlos, el candidato austriaco a la corona, apoyado por las clases dirigentes de Cataluña y por los nobles castellanos más cerriles y temerosos del reformismo borbónico, resulta poco menos que irreivindicable ante los bienpensantes españoles en general, que han hecho propia la consigna, políticamente correcta, de que la autodeterminación catalana, en 1714 igual que en 2000, porque el tiempo no existe, es más valiosa que el progreso general de estos reinos.
Hace unos años, con motivo de la celebración del V Centenario del Descubrimiento de América, fue invitado a España, no recuerdo por cuál de las instituciones que cuestionaban la idea misma de celebración, un dirigente indígena ecuatoriano, quien, tras oponer su propia particularidad al conjunto de Occidente, reivindicando la medicina indígena frente a la medicina blanca y las técnicas agrícolas precolombinas frente a las de los blancos, es decir, el buey frente al tractor, soltó una frase que debe de haber hecho las delicias del señor Arzalluz: "Nuestro futuro es nuestro pasado". Probablemente no lo supiera, pero venía a coincidir con Herder, con De Maistre o con Barrés en su elogio del prejuicio útil, el prejuicio nacional, y con los teóricos de la circularidad de la historia.
En el pensamiento nacionalista, el pasado, el presente y el futuro son una misma cosa. De ahí que determinadas versiones de la historia, la españolista incluida, den como resultado irremediable la abolición de las nociones de proceso y de progreso. Hay que decir, tanto a los académicos como a los políticos, que, en una época en la que la historia se ha cuestionado y se cuestiona profundamente a sí misma, en la que la diversidad de las metodologías hace posible un enriquecimiento real de los programas y de las formas de la enseñanza, no es lógico ni saludable centrarse en un debate entre corrientes historiográficas que, legítimamente, pertenecen a los comienzos del siglo XIX. El tiempo existe, y pasa a la vez por Madrid, por Bilbao, por Santiago, por Sevilla y por Barcelona, aunque la historia sea más lenta en unos sitios que en otros.
Horacio Vázquez-Rial es escritor. Doctor en Geografía e Historia.
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