_
_
_
_
Tribuna:
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

El gran debate

El gran debate sobre el futuro de Europa está en pleno apogeo. El ministro de Asuntos Exteriores alemán, Fischer, ha hablado al mundo de su visión. El ministro de Interior francés Chévènement ha expresado sus distintas opiniones y sus recelos. El presidente Chirac ha adornado su visión inmediata y a largo plazo con palabras corteses. El canciller Schröder ha coincidido con él en la necesidad de una "cooperación reforzada". El primer ministro británico Blair primero discrepó y luego coincidió con sus colegas y dotó al debate de una dimensión casi religiosa. ¿Sabemos ahora mejor que antes hacia dónde vamos?No mucho, es la respuesta más honesta. El que existen distintas opiniones sobre Europa no es precisamente una novedad. Están los eurohegelianos (como Fischer), que parecen creer que el espíritu mundial ha ordenado que algún día existirán los Estados Unidos de Europa. Están también los eurokantianos (como Chévènement), que prefieren enfrentarse a las realidades de hoy en día y a los problemas de orden práctico que se avecinan. Curiosamente, ambos alaban, aunque sólo sea por cumplir, la importancia del antiguo Estado nacional, pero la postura alemana es más ambigua que la francesa o la británica. A los alemanes les gusta dar la impresión de que no les importaría que su Estado nacional se diluyera en el gran océano europeo. En los Estados nacionales más antiguos, como Francia y Alemania, esto suscita algunas preguntas, como ¿una Europa alemana después de todo? y, ¿existe alguna diferencia entre la Alemania europea a la que los alemanes prefieren adherirse y una Europa alemana?

Pero el tema que surge en todas las aportaciones al debate es el de la flexibilidad o, como se le suele llamar ahora, la cooperación reforzada. El presidente Chirac ha sido especialmente franco en este sentido. Los miembros de la UE que deseen reforzar su cooperación deberían poder hacerlo, preferentemente a través de una decisión oficial del Consejo. Sugerencias como ésta han despertado muchas sospechas. El Reino Unido tiene un temor irracional a que lo dejen en la segunda división, a "mirar lo que pasa dentro desde fuera". En los países más pequeños de la Unión, la flexibilidad se considera un intento por parte de los grandes países de reducir el papel de Portugal y Finlandia. Los países candidatos a la adhesión están horrorizados con la perspectiva de que, en cuanto los admitan en el club, éste se divida de hecho entre los que avanzan y los que son meros miembros.

Algunas de las palabras empleadas por el presidente francés y el canciller alemán parecen justificar este temor. Pero si se analiza más de cerca, este temor se desvanece rápidamente. Se han vuelto a decir muchas cosas de la cooperación franco-alemana, del papel de los dos países como el motor de la integración. Pero en cuanto Chirac habló de los aspectos prácticos, sus propuestas se volvieron casi patéticas. Se creará un instituto de cine franco-alemán y se enviará a 2.000 jóvenes en programas de intercambio. Lo cierto es que no hay ningún proyecto franco-alemán sobre Europa que los dos países puedan imponer al resto.

La flexibilidad tendrá que darse de una u otra forma. De hecho, ya se ha producido. Si la ampliación lleva realmente a una Unión de 27 países, sólo la mitad de ellos estarán dentro de la unión monetaria. Schengen contiene importantes cláusulas de exclusión voluntaria y, en mi opinión, de aquí a que finalicen las negociaciones para la adhesión habrá todavía más. La cooperación reforzada en una Unión de 27 Estados tendrá muchas vertientes. Algunas de ellas serán geográficas. Puede que Benelux o el Consejo Nórdico encuentren imitadores en la Europa del Este, suroriental y mediterránea. Puede incluso que la cooperación reforzada se dé en los Estados miembros más pequeños. En otras palabras, aparecerán estructuras que no estarán basadas en una fuerza motriz que arrastre a las demás.

Las verdaderas cuestiones que plantea esta Europa no son ni la de la flexibilidad ni la de cuáles son las instituciones adecuadas. Son cuestiones de poder. Hasta ahora, el poder de la Unión Europea es fundamentalmente negativo, es decir, la capacidad para impedir que ocurran ciertas cosas, el intento de limitar la hegemonía norteamericana en el mundo. ¿De dónde vendría el poder positivo? No de los números, ni de las cifras de población o del producto interior bruto. La pregunta clave es: ¿surgirá alguna clase de poder hegemónico dentro de una Unión ampliada más débil a pesar de todo?

La otra cara de esta pregunta son los valores. El primer ministro Blair ha aprovechado su visita al disidente católico Hans Küng para dedicarse a practicar su deporte favorito del proselitismo, de vincular políticas específicas muy concretas, como las multas impuestas en el momento por la policía, a consideraciones éticas y religiosas muy generales. No parece que esta estrategia vaya a ser del agrado de sus colegas. Pero los dirigentes europeos han acabado por definir cada vez más Europa a partir de ciertos principios comunes más prácticos, como la democracia y el Estado de derecho. Estos principios desempeñan un papel esencial en las negociaciones para el ingreso y están también detrás del problema austriaco.

Todo esto deja en pie un tema del gran debate que puede que adquiera importancia política: el de una constitución. La definición de Chirac de los poderes de Bruselas frente a la capital nacional, o la preocupación de Schröder por las exigencias de los länder alemanes cuando se trata de tomar decisiones europeas, están todavía muy lejos del pleno acuerdo constitucional de Fischer. Pero de alguna forma, la cuestión constitucional está sobre la mesa y, desde luego, lo está la Carta de Derechos Fundamentales. A Blair no le gusta mucho esto porque reavivará el debate sobre la soberanía. Por la misma razón, tampoco les gusta a los países candidatos al ingreso: su soberanía nacional es un bien preciado para ellos porque pone de manifiesto su recién lograda libertad. Otros alegan que Europa está en pleno desarrollo y que sería un error fijar el presente estado de fluidez en un bloque de hormigón constitucional. Pero el debate sobre la constitución ha comenzado y no tiene visos de terminar.

Ralph Dahrendorf, sociólogo, fue director de la London School of Economics y es miembro de la Cámara de los Lores.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_