En la encrucijada socialista
Cuando Dahrendorf se atrevió a proclamar, hace ya más de 25 años, el "final del siglo de la socialdemocracia", es obvio que no podía ni concebir el alcance de su tremenda equivocación. Quedan menos de seis meses para que comience realmente el siglo XXI y, a poco que aguante el Gobierno italiano, los socialdemócratas gobernarán en casi toda Europa, ya sea en coalición o de forma exclusiva. Sólo en Irlanda y España están en la oposición. Claro que para un científico social bien entrenado y con un poco de aplomo sacar el pie del charco de sus errores predictivos no representa mayor problema. En última instancia siempre queda el socorrido recurso de explicar que la propia predicción ha condicionado las actuaciones posteriores de tal forma que el resultado es totalmente distinto del que hubiera sido en ausencia del profeta de turno.Cuestión diferente es dilucidar qué significan realmente las políticas socialdemocrátas en estos momentos finiseculares. Qué margen de actuación queda respecto a las políticas sociales, dadas las limitaciones monetarias y fiscales o qué diferencias existen respecto a las propuestas conservadoras. En este sentido, hace aproximadamente un año, el profesor Merkel, politólogo en Heidelberg, señalaba en las páginas de este diario que los cambios pragmáticos generalizados que introducen diferentes gobiernos socialdemócratas europeos en los ochenta -fundamentalmente el español, apunto yo- no tuvieron una concreción programática e ideológica que integrase estos giros, a veces bruscos si no repentinos, en un concepto político coherente, en una nueva visión de la socialdemocracia para el siglo entrante.
Había que esperar a Blair y Giddens, según Merkel, para un auténtico cambio en el discurso político de la socialdemocracia moderna: la Tercera Vía. Concepto que, además y como casi todo -en política como en literatura, con frecuencia, lo que no es tradición es plagio- no es nuevo en absoluto. Ya lo acuñaron los austromarxistas en los años veinte y fue utilizado como denominación del programa económico de la Primavera de Praga en 1968. Pero entonces lo que significaba era una alternativa, un nuevo modelo entre la economía planificada soviética y el capitalismo. Ahora no es fácil precisar qué supone esta Tercera Vía, sobre todo en España donde el hiperpragmatismo de Felipe González, con Boyer y Solchaga, llevó a sus últimas consecuencias la reconciliación del socialismo con el mercado que había iniciado Willy Brandt en el congreso del SPD en Bad Godesberg. Con resultados, por cierto, impresionantes puesto que en una sola década en España, con gobiernos socialistas, el 10% de la población más rica perdió el 4,2% de participación en la renta nacional mientras que, para el mismo periodo, en los EEUU de Reagan este colectivo ganaba un 6,4 % y en el Reino Unido de la Thatcher nada menos que un espectacular 9,5% más. Si a esto añadimos que nuestra tasa media de crecimiento fue sensiblemente mayor, pese a tener que lidiar con una fuerte crisis, habrá que reconocer que ganamos por amplia goleada a los neoliberales furibundos y encima redistribuimos, conseguimos, por decirlo en términos claros y directos, que las diferencias entre pobres y ricos fueran menores.
Precisamente, y volviendo así a nuestro interrogante, puede que la mayor diferencia del modelo Blair-Gidddens sea respecto a la redistribución. El cambio del Estado de Bienestar tradicional hacia un nuevo modelo de "Estado de inversión social", con el acento puesto en la responsabilidad individual para integrarse en los mercados laborales liberalizados y el esfuerzo estatal básicamente dirigido a educación y formación, se asemeja peligrosamente en lo ideológico a una especie de triunfo de Nozick sobre Rawls: se abandona la busca de una situación final más justa mediante el instrumento de la redistribución y se pretende garantizar no la igualdad final sino solamente la de oportunidades. En otras palabras, no se juzga en términos de equidad los resultados de la actividad económica para decidir, o no, su corrección más igualitaria sino que el Estado simplemente se limita a garantizar la limpieza (fairness) del proceso, en el que todos tienen al principio las mismas oportunidades aunque el resultado final no sea equitativo.
No quisiera acabar con el mismo tipo de error profético que criticaba al principio, pero el modelo del nuevo laborismo me parece ineluctablemente condenado al fracaso en un país como el Reino Unido cada vez más víctima de la "enfermedad norteamericana", o sea con gente que, pese a trabajar, vive por debajo del umbral de pobreza. En el Reino Unido, el número de ciudadanos en esta categoría es el doble que en Alemania, por ejemplo. De Suecia o Dinamarca ni hablamos.
Por eso, por las asimetrías existentes y las que se producirán, los socialdemócratas europeos deberían ser conscientes de que el ámbito estratégico para dar respuestas a las nuevas situaciones, a una época nueva, es el de la Unión Europea, donde es preciso luchar por recuperar la autonomía de la política, buscando el progreso global en la economía global. Ahí radica el futuro de la nueva socialdemocracia. Parece claro que, pese a la permanente tentación mimético-plagiaria, no existe, ni puede existir, una respuesta idéntica válida para contextos diferentes. Y que los diferentes escenarios institucionales y culturales de cada país exigen respuestas diferentes, pero todas tienen algo en común: o pasan por Europa o serán estériles.
Segundo Bru es Catedrático de Economía Política y senador socialista por Valencia.
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