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Reportaje:PLAZA MENOR

'Sic transit gloria mundi'

Así pasa la gloria del mundo, las cenizas vuelven a las cenizas, y el polvo, al polvo; incluso los soberbios y gélidos mármoles de estas ilustres sepulturas se desmenuzarán algún día, volverán a su origen, a confundirse con la tierra, aunque, cuando esto ocurra, la memoria del hombre tal vez se haya extinguido en el planeta.Estas y otras sombrías meditaciones sobrecogen al cronista cuando traspasa la verja del panteón de Hombres Ilustres, tal vez el más olvidado de los monumentos madrileños, a la sombra, mala sombra, de la basílica de Nuestra Señora de Atocha, regia y castiza advocación madrileña, histórica efigie cobijada en un templo sin historia edificado sobre un solar en el que se amontonaban las ruinas de sus predecesores.

El panteón lo forma un claustro neogótico y neobizantino con campanile italiano al estilo del camposanto de la catedral de Pisa, un diseño ecléctico y exótico, un singularísimo proyecto del arquitecto Fernando Arbós, concebido como apéndice de una magna basílica que nunca llegó a edificarse.

En su libro Iglesias de Madrid, García Gutiérrez y Martínez Carbajo fechan la edificación del templo entre 1946 y 1948, y adjudican su realización a la Dirección General de Regiones Devastadas, cuyos arquitectos, lacónicos y castrenses, no estaban para bizantinismos, campaniles y floripondios, aunque se esmeraron cuanto pudieron para que la nueva iglesia no desmereciera frente al romántico panteón.

Para que desmereciera del todo, a alguien se le ocurrió construir, aprovechando los espacios libres, unos prácticos barracones, de uso público y de estilo neocutre, que dan al traste con cualquier armonía.

Para acercarse al panteón con el estado de ánimo más propicio conviene dar la espalda a estos horrores y acceder por la calle de Fuenterrabía, bordeando el elegante edificio de ladrillo de la Real Fábrica de Tapices, con su esbelta chimenea. La entrada al panteón se efectúa por la calle de Julián Gayarre, todo un detalle que hace pensar en el tenor siempre a punto para acompañar con un perpetuo réquiem a los ilustres huéspedes que reposan en el claustro.

El cronista y el ilustrador son los únicos visitantes del recinto en esta tarde de verano y agradecen el fresco sepulcral que parece desprenderse de los glaciales catafalcos de mármol, icebergs finamente labrados por los mejores escultores de su tiempo. El panteón es como una cámara frigorífica que mantiene en hibernación a un puñado de padres de la patria, liberales y conservadores de finales del siglo XIX y comienzos del XX, grandes oradores, elocuentes y fogosos tribunos que trataron de edificar con palabras los cimientos de un inestable Estado, de una nación que se desmoronaba desangrada en las guerras coloniales y descoyuntada por las tensiones entre la libertad y el caciquismo, el progreso y los más rancios privilegios.

Los manuales de historia, manipulados por el franquismo, cubrían con un impúdico velo aquellas páginas del pasado plagadas de masones, liberales y demócratas. Congelados y bien congelados, arrinconados en este triángulo entre Atocha y el Pacífico, entre cuarteles y edificios ferroviarios, los prohombres de aquella etapa, "nefasta" para los historiadores nostálgicos de rutas imperiales, reposaron a buen recaudo, sin homenajes ni conmemoraciones, sin visitas que vinieran a perturbarles en sus sarcófagos marmóreos.

Sagasta, Eduardo Dato y Cánovas del Castillo, caídos por la patria; Ríos Rosas, Castaños, Mendizábal, Argüelles, Prim, Olózaga, Martínez de la Rosa..., en sus mausoleos individuales o en el enterramiento conjunto del edículo que se alza en un rincón del patio, un templete donde tal vez sigan conspirando los políticos liberales reunidos para siempre.

Benlliure, Estany, Querol, los mejores escultores de entonces, labraron con esmero y filigrana los túmulos de mármol y desplegaron fabulosas y empíreas escenografías, cielos gloriosos y figuras simbólicas, amorcillos llorosos y musas cabizbajas.

A la izquierda de la entrada del claustro, el monumento dedicado a don Práxedes Mateo Sagasta, obra maestra del prolífico Mariano Benlliure, sorprende al visitante por su audacia, velada bajo los moldes más clásicos de la estatuaria fúnebre. Una audacia en la que repararon los contemporáneos del escultor y que provocó una feroz oleada de críticas entre el reaccionariado militante, ofendido por la inclusión entre las figuras alegóricas de un obrero (campesino) en alpargatas que representa al pueblo.

El noble mármol y el plebeyo esparto combinados causaron impacto en los pacatos espíritus burgueses. La figura del obrero, respetuosa con los cánones clásicos, ocupa un lugar preferente a los pies del finado. De espaldas a su presunto defensor, el representante del pueblo parece ensimismado en las páginas de un libro. Un cartel adjunto explica que se trata de los Evangelios, nada de literatura subversiva.

Sobre el suelo, o adosados a los muros, los gloriosos catafalcos aspiran a cristalizar en piedra el florido verbo de aquellos tribunos de antaño, retórica cincelada y apasionada que dice más sobre sus ideas, para quien sepa escucharla, que muchos libros de historia. Leones heráldicos, banderas y lábaros, escudos, nombres y fechas que evocan sus triunfos y sus luchas.

Pocos son los varones ilustres, en hembras ni se pensaba, con derecho a un panteón que se quedó en ciernes y a cuya inauguración sólo concurrieron los políticos, como siempre, que se quedaron con las mejores plazas.

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