El peor enemigo de su mejor amigo SANTOS JULIÁ
"Vamos por partes. A mí, personalmente, me parece un asunto de relevancia muy menor en la vida española... Al Gobierno no le corresponde intervenir en empresas privadas". Eso era casi todo lo que el presidente del Gobierno (PG) tenía que decir a principios de enero al periodista que le preguntaba sobre las stock options tomadas por el presidente de Telefónica (PT). Casi todo, porque a renglón seguido añadía que, ante las cantidades fabulosas de que se hablaba, se sentía como la gente normal: "Ni me gusta, ni lo puedo compartir, ni lo puedo aprobar, ni lo puedo respaldar en su caso".A su buen amigo deberían haberle bastado estas indicaciones para actuar en consecuencia. Si un señor va a la presidencia de Telefónica porque un amigo de la infancia lo coloca allí como muestra de la mucha confianza que de mayor le sigue profesando, y luego le dice en público, para que todo el mundo se entere, que no le gusta, ni comparte, ni aprueba, ni respalda su más espectacular iniciativa, ese señor, si quiere conservar la amistad, no tiene más remedio que prestar atención al mensaje y renunciar al cobro o, más emotivo aún, entregar su importe en hermoso y entrañable gesto a las Hermanitas de los Pobres.
Lo que de ninguna manera puede hacer es echar en saco roto la advertencia de su amigo. Pero, por esas historias de pareja que se echan a perder y ya no salen a cenar o por vaya usted a saber qué razón, las cosas no debían ir ni medianamente bien entre los dos amigos. PT no sólo no atendió las recomendaciones de PG, sino que replicó, insolente: zapatero, a tus zapatos. Y arrastrado por el fatum que planea sobre las grandes tragedias, se convirtió en el peor enemigo de su mejor amigo.
Enemigo: el que no sólo no es amigo sino declaradamente contrario. Lo de declaradamente no debe pasar inadvertido, porque, si nada hubiera ocurrido a la vista del público, esa enemistad no habría adquirido ni la mitad de su irresistible fuerza destructora. Y éste es el centro de la tragedia: que todo lo hablado entre los dos antiguos amigos se ha hecho público: PT cuando respondió a PG que tururú, que él cobraba sus options; y PG cuando ordenó a su periódico de cabecera que revelara el contenido de una tormentosa entrevista con su antiguo compañero de equipo. Desde el mismo día en que El Mundo publicó con pelos y señales esa entrevista, la suerte de PT estaba echada.
Pues, como recuerda el Diccionario de Autoridades citando a Quevedo, "en casi todos los rencores, la enemistad tiene por orilla la muerte del que aborrece". PG, muy celoso de su poder, no dejará mentir a Quevedo: el rencor engendrado en sus entrañas por la desobediencia de su otrora amigo no tendrá más orilla que la muerte. Para asombro de propios y extraños, ha obligado públicamente a la Comisión Nacional del Mercado de Valores a reabrir un expediente, y ha transmitido a los accionistas duros de Telefónica el inequívoco mensaje de que hagan lo que tienen que hacer, que es lo mismo que un gobernador dice al verdugo cuando le da vía libre para la ejecución del reo. PT puede ir preparando el funeral.
¿Quién es tu enemigo?, se preguntaban los antiguos; el que es de tu oficio, respondían. PT es del mismo oficio que PG y algo sabrá también de rencores que sólo tienen por orilla la muerte del que aborrece: si puede, morirá matando. No es PT de los que se quedan quietos y parados a verlas venir; ya el estropicio comienza a ser manifiesto y a salpicar de sangre el escenario. Rotas viejas amistades de la prensa y de las ondas, antiguos cruzados que se enzarzan en guerras intestinas, consejeros de honorables entidades humillados. Por no echar cuenta de los clásicos, en lugar de tender la puente de plata para facilitar la huida al enemigo, lo han cercado para obligarle a capitular.
No saben que, a veces, por querer triunfar demasiado y demasiado pronto se corre el riesgo de sufrir la peor derrota que un gobernante pueda cosechar: la de hacer el ridículo.
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