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Cada oveja, con su pareja.

Joaquín Almunia

La izquierda moderada está llevando la iniciativa en el terreno de las ideas. A raíz de sus triunfos electorales de los últimos años, ha recuperado confianza en sí misma, y el largo periodo en el que los pensadores de la derecha dominaron la escena ha pasado a la historia. La reciente reunión de Berlín es una prueba más de que las cosas se mueven en la buena dirección. Clinton, los presidentes de Chile, Argentina, Brasil y Suráfrica, y un grupo de primeros ministros socialdemócratas europeos se han sentado alrededor de una mesa para pensar en común cuáles deben ser los ejes de un proyecto político para el nuevo siglo. Un proyecto, como dice el comunicado final de la reunión, comprometido con los valores de la solidaridad y la justicia social. Los presentes en Berlín creen necesario encontrar un nuevo equilibrio entre el Estado y el individuo, entre gobiernos nacionales y organizaciones internacionales, entre el sector público y las organizaciones no gubernamentales; y apuntan varias líneas para avanzar en esa dirección. Detrás de los líderes, un grupo creciente de asesores, expertos y personalidades académicas han decidido trabajar en red para profundizar en las formas de conciliar las ideas de progreso con la eficiencia económica.Después de la hegemonía neoliberal, los vientos políticos giran a la izquierda en muchas partes del mundo, aunque, por desgracia, aquí el cambio nos haya pillado a contrapié. Se trata, eso sí, de una izquierda moderna -si se quiere, de un centro-izquierda- que defiende el valor de la libertad individual, se ha reconciliado con la economía de mercado y es consciente de los efectos nocivos que ha tenido la sobrecarga de tareas encomendadas al sector público por los Estados de bienestar tradicionales. Una izquierda que cree que sin llegar al gobierno no podría hacer realidad sus sueños, por lo que no se resigna simplemente a soñar, y que asume con realismo los condicionantes propios de toda acción de transformación social. Una izquierda que adopta una actitud optimista ante los cambios tecnológicos y se interesa por las oportunidades que nos puede proporcionar la globalización, sin negar los riesgos que ésta comporta: que se plantea aprovechar al máximo las primeras y responder con decisión frente a estos últimos.

Al principio, este proceso de modernización del pensamiento progresista lo quiso protagonizar en exclusiva la Tercera Vía. Clinton y Blair intentaron construir con ella una alternativa al neoliberalismo que ambos habían derrotado en sus países, pero también algo diferente de los planteamientos de la vieja izquierda estatalista. La Tercera Vía trató de situarse en una posición equidistante entre dos polos, pero no pudo evitar caer en dos trampas. La primera se derivó de su gran éxito publicitario. La aglomeración de candidatos para integrarse en sus filas casi echa por tierra los auténticos propósitos de sus impulsores. Políticos que nada tenían que ver con los valores del progreso intentaron nadar en sus aguas, unos para redimir su pasado, como si de un Jordán se tratase, y otros para ocultar su inconsistencia con la adquisición de un marchamo de prestigio. Populistas y descreídos, conservadores vergonzantes o centristas de nuevo cuño, todos se reclamaban de laTercera Vía. Hasta el punto que Anthony Giddens, su principal teórico, se las ha visto y deseado para evitar que sus ideas fuesen prostituidas, y ha tenido que repetir bastantes veces que su pretensión no era combatir a la socialdemocracia, sino modernizarla desde dentro.

La segunda trampa tuvo que ver con las reacciones provocadas dentro de la propia familia, en el seno de la Internacional Socialista. Algunos vieron en la iniciativa de Blair y Clinton la voluntad de crear un espacio nuevo, a la derecha de la socialdemocracia y enfrentado con ésta, por lo que hubo quien, en nombre de la izquierda, la combatió con denuedo. Hoy, las cosas ya están más claras. Los que pensaban que la modernización de la izquierda iba a generar fracturas serias en la Internacional se han equivocado, como lo prueba el consenso que se produjo en el Congreso de París de la IS, el pasado mes de noviembre, en torno a la declaración política aprobada. De hecho, los textos de Berlín y de París beben de las mismas fuentes y apuntan estrateglas similares. La presencia activa de Lionel Jospin en Berlín dejó sin argumentos a quienes quisieron utilizarlo como bandera contra los modernizadores.

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Ahora ya no se menciona tanto a la Tercera Vía, probablemente para evitar nuevos equívocos; los presentes en Berlín se autodefínieron como "gobernantes progresistas". Pero el cambio de un foro de partidos a otro gubernamental tiene consecuencias. Algunas de ellas, muy positivas. Por ejemplo, la presencia del presidente de Estados Unidos en una mesa junto con políticos socialdemócratas, no se había producido hasta ahora con esa intensidad, dadas las diferencias de estructura entre los Demócratas norteamericanos y los partidos convencionales. La coincidencia de gobiernos de centro-izquierda en los principales países de la Unión Europea ha facilitado el encuentro entre los progresistas de un lado y otro del Atlántico. Y la presencia de Ricardo Lagos, de Fernando de la Rúa, del brasileño Cardoso o del surafricano Mbeki al frente de sus respectivos países ofrece una oportunidad inmejorable para evitar que el debate en el centro-izquierda esté limitado por una visión euroatlántica. ¡Quién hubiese soñado en los años setenta que el presidente norteamericano se sentase a imaginar un futuro de progreso con sus colegas del Cono Sur o de Suráfríca!

Sin embargo, el protagonismo de los gobiernos en el debate ideológico puede generar confusión. En las relaciones exteriores de los Estados, los intereses nacionales pesan bastante más que las afinidades ideológicas; con lo que un debate sobre proyectos políticos encabezado por los máximos responsables de los respectivos ejecutivos, podría quedar desprovisto de sustancia y caer en la trivialidad, si no se deslindan bien los papeles. Se ha evitado la fractura interna, pero el precio a pagar no puede ser la renuncia a la propia identidad. Además, los partidos de oposición no tienen posibilidad de participar en el debate en las mismas condiciones que quienes están gobernando, y las organizaciones políticas supranacionales quedan postergadas. En este último aspecto, los socialistas españoles somos, lógicamente, parte interesada.

El riesgo de confusión ha traspasado las fronteras, y habita entre nosotros. La prensa publicó que Aznar había intentado estar presente en la reunión de Berlín. ¿Fue víctima de un ataque agudo de progresismo? La cosa no pasaría de ser una mera anécdota si no hubiese otros indicios que sugieren una

cierta obsesión del señor presidente por ubicarse tácticamente fuera del territorio político que le es propio. En esos mismos días, Aznar y Blair publicaron un artículo conjunto, en el que expresan coincidencias en su visión europea. Pero en alguno de sus párrafos el texto hace incursiones comprometidas en ámbitos ideológicos. Es probable que a Blair le interese aparecer junto a Aznar, dada la soledad en la que se encuentra en la Unión, fuera del euro, con una opinión pública crecientemente euroescéptica y unos sondeos que le empiezan a causar dolor de cabeza. Pero, ¿cuál es el interés de Aznar? ¿Se junta con el laborista Blair por compartir sus recelos respecto de una Europa política, o es que está dispuesto a olvidar por un momento nuestra apuesta por Europa, con tal de fotografiarse junto a un laborista?

Viendo hasta dónde puede llevar la mezcla entre responsabilidades gubernamentales y afinidades políticas, sería aconsejable que las próximas reuniones de una izquierda moderna y moderada tengan lugar a nivel de partidos. De esa manera, las cosas estarán más claras, Clinton podrá seguir asistiendo, como invitado muy especial, aunque ya no sea el presidente de Estados Unidos. Los socialistas españoles también, aunque todavía sigamos en la oposición. Y Aznar, en vez de obsesionarse con hacerse fotos que ni le corresponden ni nos interesan como país, tendrá tiempo de aleccionar a José María Álvarez del Manzano sobre las causas reales de la violencia de género, de explicar a Piqué cómo se deben pagar los impuestos y de recordar a Fraga que Pinochet no fue un patriota desinteresado, ni los fiscales unos simples funcionarios al servicio del Gobierno de turno. Para ser progresista, antes que ser presidente de Gobierno hay que asumir algunos principios elementales.

Joaquín Almunia es diputado del PSOE por Madrid.

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