El error de Blair
Vuelvo a Inglaterra después de varios meses y, a primera vista, las cosas marchan bastante bien. Pese a que la sobrevaloración de la libra esterlina ha hecho de éste uno de los países más caros del mundo, la afluencia de turistas bate nuevos récords, la economía crece al 3% anual y el salario promedio ha experimentado una notable subida respecto al año pasado (4,8%). La fiebre constructora prosigue, al extremo de que, aquí en Londres, la orilla sureña del Támesis, con su erupción de edificios modernísimos, flamantes urbanizaciones, bares y cafés, y la nueva Tate Gallery, resulta ya irreconocible, pues hasta hace muy poco esa zona era una de las más pobres y ruinosas de la ciudad. La crisis de Irlanda del Norte parece, una vez más, superada, y, en el ámbito internacional, la figura del Primer Ministro británico, Tony Blair, sigue gozando de prestigio e influencia.Y, sin embargo, pese a esos factores objetivos tranquilizadores, algo ha cambiado en la atmósfera de esta ciudad, de este país. Un malestar profundo ha reemplazado el optimismo que reinaba el 31 de diciembre del año pasado, cuando los siete millones de londinenses (veinte, si se añade la periferia) se volcaron a las calles, pese al frío polar, para recibir al nuevo siglo con unos fuegos de artificio espectaculares. ¿Qué ha ocurrido? Que el estado de gracia de que gozaba Tony Blair, su formidable popularidad que no había hecho más que incrementarse desde que asumió el liderazgo del Partido Laborista, en 1994, y, sobre todo, desde que ganó las elecciones en 1997, ha sufrido un serio quebranto. No se ha eclipsado del todo, pero nadie cree que vaya a recuperar en lo inmediato aquella confianza y entusiasmo de la ciudadanía que lo han acompañado todos estos años.
La última encuesta indica que sólo un 34% del electorado está satisfecho con su gestión al frente del Gobierno, en tanto que un 33% dice que ya no lo está. Este índice de aprobación es elevado, pero se halla muy por debajo de aquellos porcentajes abrumadores de apoyo -de 60% y hasta 70%- que hasta hace unos meses arrojaban los sondeos. Las razones de este desgaste, son, también en apariencia, muy diversas y surgen de diversos frentes. Los pacientes de la National Health (la Salud Pública) le reprochan la lentitud de las reformas que había prometido para agilizar y modernizar la atención en los hospitales, y las organizaciones femeninas (que, no hace mucho, lo abuchearon en un acto oficial) el no haber dictado aún las medidas radicales que figuraban en su programa para combatir la discriminación y promover el desarrollo de la mujer. Los padres de familia censuran ahora las medidas adoptadas por el gobierno para transformar el sistema universitario -entre las que figura la desaparición de la gratuidad indiscriminada de las matrículas- que habían aprobado hace dos años, y reproches parecidos le formulan distintos colectivos relacionados con la cultura, la asistencia social, la escuela, el transporte, los impuestos.
Mi impresión es que todas estas críticas son una mera transferencia, en el sentido freudiano del término, de la verdadera razón del empañamiento de la imagen de Tony Blair, pretextos para justificar un desencanto que no tiene, en verdad, nada que ver con su gestión de gobierno, la que sigue siendo, para cualquier evaluación objetiva, altamente competente, sino con una manera de actuar que íntimamente repele a la conciencia cívica del electorado británico. Me refiero a lo ocurrido con la designación del candidato laborista para los comicios en los que los londinenses eligieron, por primera vez en su historia, el 4 de mayo pasado, al Alcalde de la ciudad.
Este episodio debe asediar, como una pesadilla recurrente, al joven abogado que, luego de una brillantísima operación para ascender a la dirección de su partido, revolucionó de pies a cabeza al socialismo británico, desembarazándolo del sector radical de izquierda, impulsándolo a adoptar una política económica liberal a favor del mercado y la empresa privada, y que, con esta nueva imagen y el apoyo de un vasto sector de las clases medias, recuperó el poder para un Partido Laborista al que los conservadores mantenían en la oposición desde hacía más de tres lustros. Una de las novedades de su programa consistía en resucitar la alcaldía de Londres, que la Primera Ministra Tory Margaret Thatcher había abolido (era en esa época un cargo nombrado, no mandatado), y, esta vez, mediante elección directa y popular. La convocatoria a estas elecciones abrió la oportunidad para que una de las víctimas de la centralización del Laborismo, el Rojo Ken Livingston, que había sido el último burgomaestre designado de la ciudad, volviera al primer plano de la actualidad política. Hasta entonces, vegetaba en una curul del Parlamento, sin pena ni gloria, apartado de toda responsabilidad, igual que los otros dirigentes de la izquierda del Partido defenestrados por Tony Blair. Presentó su candidatura a la nominación y, desde el primer momento, las encuestas revelaron que el Rojo Ken contaba con una poderosa corriente de apoyo en las bases laboristas.
Espantado con la perspectiva de tener, como Alcalde de Londres, a una de las figuras más extremistas del laborismo -una de aquellas a las que, luego de ciclópeos esfuerzos, había conseguido marginar o alejar de su Partido para cambiar la imagen de éste y conquistar el poder-, Tony Blair, que estaba en aquel momento en el apogeo de su popularidad, y había, acaso, debido a ello, contraído el virus de los líderes carismáticos que llegan a creerse todopoderosos, cometió un error que ojalá no tenga que lamentar el resto de su vida política: fraguó las elecciones internas del Partido Laborista para que fuera nominado candidato a la alcaldía, en vez del Rojo Ken, un hombre de su absoluta confianza: el ex-ministro de Salud Frank Dobson. Estos malabarismos no son infrecuentes en los partidos democráticos. Los líderes, cuando gozan de gran autoridad, se permiten a menudo desafueros de esta índole, y no suelen ser castigados por ello, ya que, entre sus partidarios, la pasión y la adhesión que despiertan, les confiere incluso el derecho, en determinadas circunstancias, de actuar por encima (o por debajo) del propio Derecho. Habla muy bien, a mi juicio, de la sociedad británica que, en este caso al menos, no haya ocurrido así. Tony Blair está pagando aquel error desde entonces y me temo que la opinión pública va a seguir tomándole cuentas, indirectamente, por aquel abuso electoral por un buen tiempo todavía.
Las consecuencias de aquella equivocación no pueden haber sido más ruinosas para él y para su partido. El Rojo Ken, que era bastante popular -más por su simpatía personal que por sus desaforadas posiciones políticas-, apenas fue víctima de aquella imposición de Dobson como candidato, se volvió enormemente popular, tanto que pudo alejarse del Partido Laborista, candidatear como independiente, y ganar la elección a la Alcaldía con gran comodidad (el electorado penalizó a Frank Dobson relegándolo a tercera posición, luego del candidato Tory, Steven Norris). Desde entonces, los conservadores, que parecían, bajo la escuálida dirección de William Hague y su campaña de corte ultranacionalista y antieuropea, una especie anacrónica, en vías de extinción ideológica, han levantado cabeza y empezado a ganar elecciones locales. Pero, peor todavía, lo que todo el mundo creía monolítica unidad del partido de gobierno bajo el puño de Tony Blair, desde aquel funesto episodio ha empezado a resquebrajarse y a mostrar al mundo las divisiones, tensiones y banderías que lo recorren. Los enemigos del Primer Ministro no habían desaparecido, como se creía. Estaban sólo ocultos, y, ahora, animados con la pérdida de popularidad del líder, ya no callan ni disimulan su hostilidad, y alguno de ellos, como Roy Hattersley, lo acusan poco menos que de traición a los principios del socialismo, por su "pragmatismo", por "haber sacado a la política de la política".
¿Qué irá a ocurrir en el futuro? Espero, por el Reino Unido, que Tony Blair consiga, mediante acciones muy concretas, recuperar la confianza que ha perdido. Porque lo cierto es que se trata de un magnífico estadista, que ha prestado ya grandes servicios a su país, modernizando un partido que se había desactualizado y que corría el riesgo de fragmentarse y marginalizarse de la vida política, y asumiendo, desde el poder, la responsabilidad de continuar las grandes reformas liberales de los años ochenta, enriquecidas con un toque de europeísmo y solidaridad internacional. En la actualidad, con su insensato retorno a las posiciones más chovinistas y su absurda guerra contra el euro y la Unión Europea, el Partido Conservador precipitaría a Gran Bretaña en un aislamiento político y económico de consecuencias catastróficas para su economía y sus relaciones internacionales. Por eso, en la actualidad, los tories no representan una alternativa realista de poder.
Sin embargo, desde otro punto de vista, no es malo el vía crucis que está sobrellevando el Primer Ministro británico. Una experiencia que, sin duda, le permitirá recordar que no importa cuán exitoso y popular sea un gobernante en una sociedad democrática, hay unos límites para sus acciones que no puede permitirse traspasar, sin poner en peligro el sistema gracias al cual ocupa el cargo para el que fue elegido, un sistema que, a fin de cuentas, es más importante y permanente que él y que sus grandes logros y aciertos. El pueblo inglés no es mejor ni peor que otros, desde luego. A la hora de señalarle defectos, se podría hacer una larga lista, empezando por estos horrendos hooligans beodos, terror de los estadios de Europa entera, y terminando por lo soso de las comidas que se echan al gargüero. Pero hay en él algo que siempre me llena de envidia y admiración: su civismo, su arraigado sentido del fair play (el juego limpio), esas convicciones democráticas tan asimiladas por la gente común que se han convertido en una conducta natural, en una manera de vivir. Es esa secreta naturaleza, adquirida a lo largo de una práctica de muchos siglos, que da su vigor y su vigencia a las instituciones británicas, lo que Tony Blair -creyendo, sin duda, que así servía mejor a su país- se permitió transgredir, haciendo fraude contra el Rojo Ken. Pero se equivocó, porque el principio básico de la cultura democrática es que no son los fines los que justifican los medios, sino los medios lo que justifican los fines -la forma tan importante como el fondo-, y eso es lo que el pueblo inglés le recuerda ahora, cada día, envenenándole la vida.
© Mario Vargas Llosa, 2000. © Derechos mundiales de prensa en todas las lenguas reservados a Diario El País, SA.
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