Más de un siglo de 'grandeur'
El general De Gaulle, el hacedor de la V República, consolidó el septenato, cuyo origen se remonta a 1873, para que el presidente encarnara la voluntad, el poder y la grandeur de Francia y no tuviera otra servidumbre que el sometimiento al plebiscito popular. Es una idea en la que no pocos especialistas ven la mala conciencia francesa por la aplicación de la guillotina a las cabezas coronadas, la nostalgia, en definitiva, por la realeza. El modelo republicano francés, mitad presidencial, mitad parlamentario, asigna al jefe del Estado, entre otras atribuciones, el derecho de disolución de la Asamblea, la defensa y la diplomacia exterior. La decisión del general De Gaulle de situar al presidente de la República por encima de los partidos políticos, más allá del bien y del mal, ha conducido a Francia a la actual encrucijada. Cinco décadas más tarde, el sueño gaullista produce la casi siempre enojosa y a veces esperpéntica experiencia de la cohabitación con un primer ministro de signo opuesto, un sistema de bicefalias que obliga tanto a entenderse con el adversario como a disputarle su terreno.Por mucha que sea la doctrina del consenso para los asuntos exteriores en los casos de cohabitación ("Francia habla con una sola voz") y las lecciones extraídas de la práctica ("pierde el que ataca primero"), lo que se libra entre el Elíseo y el palacio de Matignon es una verdadera guerra de poder, no siempre soterrada. Pese a todo, la mayor parte de los franceses, educados en el equilibrio político, se dicen partidarios de la fórmula. En perfecta contradicción con lo anterior, las encuestas señalan que una abrumadora mayoría de ciudadanos apoya el quinquenato presidencial, la homologación de Francia con el resto de los países. Por grande que sea el culto francés al Estado y al presidente, la experiencia del reinado mitterrandiano, en el que la razón de Estado fue manejada con extraordinaria soltura por encima de la justicia y de la leyes, parece haber vacunado a buena parte de la sociedad. Es muy posible que François Mitterrand, todavía venerado en determinados ambientes de la izquierda, haya sido "el último gran presidente de la quinta". El personaje de Mitterrand se corresponde poco con un Jacques Chirac que arruinó gran parte de su crédito al precipitar erróneamente las elecciones de 1997, que permitieron a la izquierda volver al poder y que cohabita con un campeón popular como Lionel Jospin. Pero, además, es dudoso que la ciudadanía acepte hoy la figura de un jefe de Estado omnipotente, dueño y señor de la República. Sin la gloria o la infalibilidad atribuidas a De Gaulle y a Mitterrand, el actual inquilino del Elíseo ha heredado, con todo, el esqueleto de las atribuciones presidenciales y añade una innegable capacidad para ganarse las simpatías populares. En el terreno de los saludos, de los abrazos y de los besos, Jacques Chirac es un adversario temible, tal y como confirman reiteradamente las encuestas.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.