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Tribuna
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Anamnesis

Me levanté sin dificultad, pero al mirarme en el espejo comprendí que mis ojos funcionaban defectuosamente, como si estuvieran oxidados, y que no había dormido todo lo bien que iba a necesitar. Por lo general no soy una persona nerviosa, pero basta con que me metan prisa o me coloquen en una encrucijada o en un dilema que dependa de uno de mis actos o gestos para resolverse, y en seguida la memoria se me quedará a oscuras, como si hubieran cortado el fluido eléctrico que debe conectarla al resto del alma, al resto del cuerpo. Me recogió el padre de Mónica, que iba con Mónica, ella en el asiento de atrás, y el hombre, que tiene los dientes del mismo color de las canas, bromeó con historias sobre cuando él estudiaba en los salesianos y nos preguntó si estábamos nerviosos. Mónica dijo que sí, mucho, moviendo afirmativamente la cabeza hasta que la melena se le derramaba sobre el asiento delantero. La pobre se había pasado hasta las tres de la mañana repasando los últimos temas de Historia, que el profesor no había tenido tiempo de explicar, y esta mañana sustituía el café de anoche por dosis histéricas de tila hasta que una traicionera diarrea por poco no la deja en casa. "Ya estoy algo mejor", aseguró, tocándose compungida la barriga, mientras íbamos llegando a Reina Mercedes. Yo podía decir que iba más o menos bien preparado, aunque con la selectividad nunca se sabe: sólo me aterraba, cuando se me ocurría acordarme de ella, esa innata vocación mía para el olvido que atacaba siempre en el momento más inoportuno.Sentaron a Mónica dos filas a la derecha de mí, y la pobre me miraba con un gesto mixto de ansiedad y esperanza mientras repartían los primeros folios. El examen de Lengua no estuvo mal. Contesté las preguntas principales sin titubear demasiado, analicé el texto con lo que me pareció suficiente solvencia, y sólo tuve dificultad en una de las definiciones, porque no recordaba lo que era la aposición, por mucho que registrara entre las telarañas de mi cerebro. Teniendo en cuenta que el examen de Latín zozobraba entre el aprobado y la catástrofe y en el de Historia había dejado dos ítems sin contestar, la Filosofía era el último, desesperado clavo ardiendo al que me quedaba agarrarme para convertirme en el periodista que toda mi vida había querido ser. El examen era después de comer: las alubias y la salsa picante que acababa de engullir en un mejicano comenzaron a convertirse en argamasa al tiempo que me enfrentaba al número final, al que debía decidir de qué lado iba a oscilar el fiel de la balanza. De la pregunta sobre Kant nada, Platón era mi garantía última: las pruebas de la inmortalidad del alma. El automovimiento, sí, la alternancia, sí, y una tercera que entonces supe que jamás sería capaz de grabar sobre el papel. Mi cerebro era como un almacén vacío y una cancela había caído delante de mis ojos impidiéndome tomar la salida del final del pasillo. Casi me reí al pensar que una sola palabra iba a torcer mi vida de aquel modo, haciéndome terminar en un triste despacho de abogados, casi sentí miedo al entender el verdadero poder de todas las palabras. Entregué el examen y huí escaleras abajo, sin esperar a Mónica. Ella, la pobre, quería estudiar Imagen y Sonido.

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