El nuevo gran circo.
Quiso la casualidad que el estreno de la película Gladiator, de Ridley Scott, coincidiera con la programación televisiva de Gran Hermano y la orgía de la final de la Champions League. Esta feliz coincidencia nos permite contemplar dicha película como una magnífica metáfora de nuestro tiempo. El circo lo ponen ahora los medios de comunicación, y aquello que se exhibe se mide en función de su capacidad para estimular el sistemático voyerismo de las masas y su insaciable demanda de carne fresca. Sobre la pista de esta interpretación me puso la queja del filósofo alemán Peter Sloterdijk, quien, como es sabido, cobró una insólita popularidad al incorporar unas provocadoras reflexiones sobre la eugenesia en un oscuro y difícil texto filosófico. Según declararía después, de un día para otro se encontró en medio de la arena pública, donde hubo de defenderse del linchamiento de fieras periodísticas y de otros implacables colegas que también saltaron al ruedo. Había sido conducido al circo, ahí estaba el rugido de las masas, y ya no servía alegar que había sido erróneamente interpretado. Su nueva popularidad sobrevenida la aprovechó al final para despacharse a gusto sobre la banalización de la realidad creada por los medios.Es un caso aislado. Sólo los alemanes -y quizá los franceses- aman a los gladiadores filósofos. Preferimos a los políticos y a aquellos previamente señalados como "populares", aunque muchos lo sean por mero contagio, generalmente por compartir cama. No es un fenómeno nuevo, estaba ya en las comedias de Aristófanes. Pocas cosas son tan propias de los humanos como el cotilleo, el chisme y el exhibicionismo. Pero, si observamos detenidamente, veremos que se está produciendo una revolución silenciosa en nuestras prácticas voyeristas. Hasta ahora sólo suscitaba curiosidad la vida y el destino de personas señaladas -toreros, actrices u otros personajes públicos- , una élite, en definitiva. Crecientemente, sin embargo, la mirada implacable se está desplazando hacia personas cada vez más vulgares, del montón.
Esta "democratización" de la popularidad encuentra su manifestación más conspicua en Gran Hermano, y puede que aquí resida la clave de su éxito. Los habitantes de La Casa son hombres-masa, pueden ser cualquiera. En un mundo en el que no hay más realidad que aquella que aparece en los medios, debe ser reconfortante saber que existimos, aunque sea por persona interpuesta. Nos facilitan la transferencia y permiten que nuestra vida acabe de cobrar pleno sentido. ¿Cómo podemos entender si no que la gente asista absorta a tamaña exhibición de conversaciones intrascendentes, a escenas ridículas por insignificantes? Curioso mundo éste en el que la cotidianidad más vulgar puede ser elevada a la categoría de entretenimiento y, además, en prime time. Una nueva vuelta de tuerca en el proceso de rebelión de las masas anunciado por Ortega.
Está también, desde luego, el efecto Gladiator: unos se eliminan a otros, hay una lucha soterrada, y, sobre todo, el público se reserva la capacidad de dar el empujón definitivo -puede subir o bajar el pulgar-. De nuevo el circo romano, aunque ya no es una élite de esforzados gladiadores la que ofrece el espectáculo; el espectáculo está en la propia masa, que deviene así en el observador observado, en sujeto activo y pasivo a la vez.
Si, cambiando de tercio, volvemos a la película mencionada percibiremos en ella una curiosa contradicción. El hercúleo protagonista se somete a la lógica del circo para desde allí cobrar popularidad y poder desafiar al emperador intruso y devolver el poder al pueblo de Roma. La moralina de Hollywood no puede evitar un mensaje "democrático" en medio de tanta carnicería. Lo que no se entiende es por qué merece ostentar la soberanía un pueblo que encuentra su máxima satisfacción asistiendo a un verdadero matadero ritual. Esta aparente paradoja se disuelve cuando caemos en la cuenta de que el fomento de las bajas pasiones populares es una estrategia de distracción del emperador Cómodo para afianzar mejor su dictadura -panem et circensis-. A mayor embrutecimiento, mejor control.
Es obvio que en nuestras democracias actuales nadie cuestiona ya quién deba ser el sujeto de la soberanía ni nadie puede controlar realmente la programación del "circo". Pero es fácil intuir que este espacio público crecientemente banalizado va deteriorando poco a poco nuestras posibilidades de proceder a un mínimo escrutinio crítico de aquello que debería interesarnos en tanto que ciudadanos y es terreno abonado para populismos de distinto cariz. De ciudadanos-lectores hemos pasado a convertirnos en despolitizados ciudadanos-voyers. La lógica del circo y su magnífica rentabilidad económica han acabado por engullir a la auténtica política democrática. ¿Cómo puede competir un debate político con la cruda exhibición de los sentimientos humanos como mercancía -las siamesas peruanas, por ejemplo-, o con el placer sublime de vernos reconocidos mediáticamente en nuestra trivialidad? ¿Acaso no ofrece más espectáculo la imagen de González devorando a Suárez y su posterior linchamiento que una sensata reflexión sobre sus declaraciones?
No hay nada intrínsecamente "malo" en Gran Hermano o en tantos otros programas banales, o en la sobredosis de fútbol. Que cada cual vea lo que quiera. Lo único auténticamente perverso es la falta de alternativas a aquello que se presenta bajo la dictadura de las cuotas de pantalla. Salvo contadas excepciones, la esfera pública ha dejado ya de ser aquel reducto en el que encontrarnos para debatir sobre nuestros problemas comunes o manifestar públicamente nuestras inquietudes privadas. Ha sido engullido, como tantos otros espacios de la vida social, por la lógica del beneficio y la rentabilidad. Y ésta será tanto más eficaz cuanto más capacidad tenga para anular esos pocos oasis que quedan en los que seguir cultivando alguna alternativa a lo dado o un mínimo de inteligencia crítica y reflexiva. Tengo una propuesta para resolver este problema. Ya que la televisión pública parece incapaz de cumplir su función, sugiero que sea privatizada y que los beneficios obtenidos se empleen íntegramente en la reforma de la enseñanza de las humanidades.
Fernando Vallespín es catedrático de Ciencia Política de la Universidad Autónoma de Madrid.
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