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El régimen norcoreano organiza un triunfal recibimiento a su enemigo capitalista del Sur

"Encantado de verle. Hace tiempo que le quería ver". Con estas palabras, pronunciadas con una emoción contenida, el presidente de Corea del Sur, Kim Dae-jung, estrechó ayer la mano del líder norcoreano, Kim Jong-il, poniendo fin a más de 50 años de hostilidades -ambos países siguen teóricamente en guerra- entre el régimen comunista del Norte y su vecino meridional, convertido desde hace unos años en democracia de corte occidental. Ambos Kim recorrieron después las principales arterias de Pyongyang, atestadas de gente entusiasmada que les saludaba y aplaudía.

"Mi gran esperanza es que, con esta visita, medio siglo de recelo y enfrentamientos sean sustituidos por la reconciliación y la cooperación", declaró Kim Dae-jung al término de la cena. "Tenemos que desarrollar nuestro futuro nosotros mismos", enfatizó el huésped surcoreano. Kim Dae-jung, de 76 años, el viejo luchador por las libertades que ahora gobierna Corea del Sur, confesó en Pyongyang, que pisaba por primera vez, estar turbado por el acontecimiento histórico que vivía. "No tengo palabras, estoy sobrecogido por la alegría y la felicidad", afirmó, y en más de una ocasión se le escaparon unas lágrimas cuando le entregaban flores. También en Seúl, a tan sólo 180 kilómetros de la capital del Norte, la emoción paralizaba la vida ciudadana, con miles de personas agolpadas ante los televisores en la calle, los grandes almacenes y las oficinas para seguir en directo el acontecimiento. En la sala de prensa de Seúl, donde siguen la cumbre cientos de periodistas que no han obtenido un visado de entrada, el apretón de manos entre ambos Kim en la pista del aeropuerto provocó una salva de aplausos entre los corresponsales surcoreanos.

El protocolo no había previsto discursos de bienvenida en el aeropuerto de Pyongyang, donde cientos de norcoreanos engalanados agitaban flores de papel al tiempo que gritaban bravos y coreaban el nombre de su líder y, a veces, el de su huésped. Kim Dae-jung compensó su frustración por no poder hablar distribuyendo un discurso por escrito dirigido a la población norcoreana. "He venido aquí porque quería encontrarme con vosotros. Somos el mismo pueblo. Compartimos el mismo destino. ¡Os quiero a todos!", concluía el texto.

Aunque nunca dejó translucir sus sentimientos, Kim Jong-il, que ha convertido a Corea del Norte en el último baluarte del estalinismo, multiplicó las deferencias hacia su huésped. La primera, no prevista en el protocolo, consistió en acudir al aeropuerto a recibir a su viejo enemigo. "El hecho de que estuviera allí fue una sorpresa agradable", comentó en Seúl Sung Chang-kee, director de la agencia de información gubernamental.

Eso sí, Kim Jong-il no se quitó para ir al aeropuerto el traje de faena militar con el que suele aparecer en público y que marca su prominente barriga en un país en el que la hambruna y la escasez de transportes hace que prácticamente no haya obesos. Alineados al pie del avión presidencial, los miembros del Gobierno comunista iban, en cambio, todos trajeados.

El anfitrión norcoreano proporcionó una segunda sorpresa a Kim Dae-jung. Le invitó a compartir la misma limusina, en la que juntos recorrieron los 30 kilómetros que separan el aeropuerto de Sunan hasta la residencia de huéspedes de Baekhwawon. Apretujadas en las aceras, unas 600.000 personas, hombres encorbatados y mujeres vestidas con sus coloridos trajes tradicionales, saludaron con frenesí a la comitiva presidencial voceando de forma machacona el nombre del querido líder. Uno de cada tres habitantes de Pyongyang estaba allí agitando frenéticamente desde la acera flores artificiales y banderas de Corea del Norte. En algunos puntos del recorrido tocaban orquestas de jóvenes pioneros. "Han venido espontáneamente", aseguró un guía norcoreano; omitió mencionar que administraciones y empresas les habían dado la jornada libre.

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Figura misteriosa

Detrás del Lincoln, en un Mercedes, viajaba Lee Hee-ho, la esposa del presidente surcoreano, que careció de interlocutor porque en ningún momento apareció la mujer de Kim Jong-il, a la que nunca se ha visto en público. "Es una figura todavía más misteriosa que su marido", comentó un funcionario surcoreano.

Kim Jong-il debió de ser sensible a la emoción que embargaba a su visitante. "No se preocupe", le dijo, "no le voy a decepcionar". "El mundo nos está observando y tengo que responder durante sus tres días de estancia aquí", añadió, según los periodistas surcoreanos desplazados a Pyongyang. Después se embaló: "Estamos sentando un buen precedente y, si somos consecuentes, estoy convencido de que todos los problemas serán resueltos". La prensa norcoreana no reprodujo estas frases componedoras. Tras años de denuncia de las marionetas del Sur a las órdenes del "imperialismo" estadounidense y japonés, la evocación de una hipotética reconciliación es, por ahora, de consumo externo.

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