La belleza de la Paloma ANTONI PUIGVERD
Estoy de turista en Santa Coloma de Gramenet. Aislada por el Besòs (hasta 1913 no tuvo su primer puente), fue durante siglos una aldea agraria y bucólica. Casi en un instante se convirtió en un caos. ¿Cómo es la vida de una ciudad que tenía 15.281 habitantes en 1950 y que en 20 años alcanzó la explosiva cifra de 140.000? Entrando por el puente de Can Zam y circulando por la avenida que avanza junto al Parque Europa, mi primera impresión es de sopresa. Santa Coloma es, como tantas, moderna y ruidosa: lujosa de coches e, incluso, de verdor. Cuando me infiltro, sin embargo, por el laberinto central, buscando la sede del Ayuntamiento, me asalta una curiosa sensación de humanidad embutida. Un embutido sabrosón: conozco otras muchas ciudades con calles tan estrechas como ésas, pero no con tanta gente iluminando las aceras.Mi amigo Jordi Mena me espera frente al solemne Ayuntamiento. Trabaja en él, aunque reside en Cerdanyola, donde ejerce de concejal (es promotor de ACCEM, por otro lado, una ONG que procura favorecer la integración de los nuevos inmigrantes). Me presenta a unos compañeros de trabajo que conocen la ciudad al dedillo: Carlos Rodríguez, Cris González y Sebas Cuenca. Para empezar, subimos al mirador del barrio de Can Franquesa-Les Oliveres, junto a la Escuela Pompeu Fabra. La panorámica es sensacional. La luz de la tarde, nítida y dorada, permite al mar expresar su azul más fotogénico. Bajo este azul, la visión de la ciudad aparece dura y fascinante a la vez. Nunca un panorama de tal calibre entró por ventanas más humildes. Mientras mis compañeros me ayudan a interpretar el paisaje, se acercan los representantes de diversas asociaciones del barrio. Sebas departe con ellos: están pendientes de los próximos usos de los 5.000 metros cuadrados de la escuela, que sólo ha recibido 17 prematriculaciones para el curso próximo. Observamos el paisaje: una ondulada orografía obsesivamente rellena de edificios, comprimida entre el agónico Besòs y unas calvas estribaciones de la sierra Litoral. En dirección al mar, el espeso tejido urbano se funde con Badalona y Sant Adrià. Las totémicas chimeneas de la Térmica presiden el cuadro. Hacia el norte, superado el río exangüe y los brazos asfálticos de la ronda, un buen cacho de Barcelona, en el que destacan, con igual claridad (contrastes de la vida) el perfil ventrudo de Montjuïc, las omnipotentes torres olímpicas y los bloques de la Mina, como antiguas cajas de cerillas. De refilón, en el extremo suroeste, divisamos la famosa finca de Can Zam. Su futuro provoca apasionadas dudas. La gente desearía un gran parque verde para oxigenar el embutido urbanístico colomense, pero el Ayuntamiento se pregunta si podrá la ciudad sobrevivir sin industrias y sin servicios entre el imponente imán de Barcelona y el nuevo imán de Montigalà (los actuales 114.000 habitantes no disponen, por ejemplo, de un solo cine).
Atravesamos la ciudad de oeste a este: partiendo del barrio de Singuerlín ("San Guerlín, le llaman algunos, para darle pareja a Santa Coloma") hasta el Barrio Latino, bautizado por Jaume Sayrach, un histórico de la dignificación colomense, con nombres musicales. Paseamos por soleadas avenidas en las que luce la cirugía del urbanismo democrático. La tarde es laborable, pero el ambiente es festivo. Incluso las más feas calles están coloreadas de humanidad: mamás veinteañeras, jóvenes imberbes, matrimonios fondones y rostros exóticos de lejanas procedencias. En Girona necesitamos montar una semana floral para conseguir semejante festival callejero. Entramos ahora en el único barrio en el que todavía el Ayuntamiento no ha podido ejercer la cirugía reparadora: el Fondo, con sus tiendas de moda árabe, sus colmados chinos y sus negocios hindúes junto a tabancos andaluces y tradicionales comercios. Hablamos de la nueva inmigración y de lo difícil que va a ser trenzarla, aunque observo, encantado, juveniles grupos multicolores. En súbito contraste, pasamos después un buen rato en el museo de la Torre Balldovina, emparedada entre bloques, con sus recuerdos de los Sagarra, sus lecciones de historia local, sus perfumados tilos. Y cuando empieza la noche, me encuentro entre grandes tipos (la peña gastronómica y política de El Choco, que reúne iniciativos, socialistas y convergentes) dándole a una sensacional mariscada en el restaurante Isalba. No puede ofrecer Santa Coloma playas o monumentos célebres para atraer a turistas convencionales (aunque cuidan sus escasas piedras históricas con deliciosa devoción), pero posee una humanidad festivalera que excita el ánimo. Allí donde reinó el caos, fructifica una linda y aseada dignidad ciudadana. ¿Acaso hay algo más reconfortante?
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