Democracia y transgénicos
Para profetizar el futuro económico a corto plazo es frecuente echar mano del factor confianza. ¿Qué piensa el ciudadano? ¿Confía en la marcha de la economía? ¿Mejorará, empeorará o se quedará como está? Si el ciudadano encuestado es economista es probable que su respuesta vaya a parar al capítulo "no sabe / no contesta". Thomas Carlyle llamó a la economía "la ciencia lúgubre", pero porque había leído a Smith, a Malthus y a Ricardo. Ahora podemos añadir que las profecías económicas se equivocan con más prodigalidad que los pronósticos del tiempo.El ciudadano sin estudios económicos tenderá a contestar según le vaya y según se incline a creer que le va a ir. O sea, una respuesta particular para una pregunta general. O casi. ¿Qué diablos sabe él de un asunto sujeto a tantas variables como es la evolución económica? De modo que la pregunta parece idiota, cuando no políticamente malévola. Sin embargo, los expertos pueden pensar que si muchos confían en que la cosa irá bien, muchos gastarán más. Este dato, el del presunto -pero muy posible- crecimiento del consumo interno, es una variable importante para la confección de la profecía. O sea, que a veces, los profanos no somos mera carne de cañón de los tecnócratas.
Veamos otra pregunta, formulada hace años por un periódico americano generalista a sus lectores. "¿Cree usted que el atún pescado en el Atlántico contiene niveles demasiado elevados de mercurio?" Naturalmente, las respuestas de los lectores no podían ser sino tan arbitrarias como la pregunta. (Salvo lo que contestaran algunos expertos o el grupo en este caso muy sensato del "no sabe / no contesta"). Téngase en cuenta que no se pedía la opinión sobre el control sanitario de la pesca, algo que tendría un matiz más político, pero igualmente incontestable. Caray. Muy a menudo eso no lo puede responder el ministro del ramo por su cuenta y riesgo, sino que tiene que recurrir a los funcionarios expertos del ministerio. Gracias a eso, un señor o una señora ahora es ministro de esto, después de lo otro y más tarde de lo de más allá. Depende de los funcionarios. Si quiere plantarles cara, porque ostenta un título académico idóneo, puede ocurrirle como a Isabel Tocino, quien devastó toda una legislatura de bronca en bronca y que si son galgos o podencos. Encabrone usted a unos tecnócratas más avezados y le harán la vida imposible.
Si eso ocurre en las alturas ya me dirán lo que será en tierra llana, la que habitamos los votantes. Y a nuestro tiempo le llaman, entre otras denominaciones de origen, "la edad de la información". Nunca ha estado la gente peor informada, incluidos los especialistas, que lo son de una cosa, pero no más. Con todo, la democracia es una ficción útil y si no, compárese con la dictadura. Siendo ésta intrínsecamente perversa, los tecnócratas a su servicio serán los débiles de carácter y los que están de acuerdo con los designios de la tiranía. En democracia, en parte porque existe cierto olfato colectivo, en parte mayor de chamba, puede que votemos a los tecnócratas buenos y no a los malvados. Y si nos equivocamos, hoy por hoy, aún queda el recurso de las siguientes elecciones. Claro que estoy caricaturizando, pero es sencillamente innegable que por esa senda caminamos.
Un ejemplo candente es el de los transgénicos. ¿Salvación o peligros varios, el de muerte incluido? Supongamos que no existe un trasfondo económico, que sí existe: la competencia agrícola entre Estados Unidos y la Unión Europea. Pero como este factor podría muy bien no existir, no podemos sino limitarnos a tenerlo en cuenta. ¿Quién decide si los productos agrícolas manipulados constituyen un riesgo para la salud o, por el contrario, son garantía de mayores rendimientos o de una mejora de la calidad? ¿Acaso ambas cosas a la vez? Obviamente, y suponiendo una buena voluntad política, hay que recurrir al dictamen de los expertos. Sin embargo, resulta que éstos -entre los que figura algún que otro premio Nobel- están divididos. Unos dicen que sí, otros dicen que no. Ponerles trabas a los transgénicos en un mundo superpoblado y hambriento es poco menos que un crimen de lesa humanidad. Pero dejarles el campo libre es a la vez, genocidio y suicidio. Todo eso nos dicen y nosotros, que no distinguimos un guindo de un piruétano, ahí estamos, subidos al guindo o al piruétano y sin saber quién nos engaña engañándonos o quién nos engaña engañándose y quién está en posesión de la verdad.
La postura contraria a los transgénicos es defendida por un sector del mundo científico y por los ecologistas, con Greenpeace a la cabeza. El responsable de campañas de este organismo en España, Ricardo Aguilera, resume así las objeciones ecologistas a los transgénicos: "La aplicación de la ingeniería genética a la agricultura no es más que una nueva vuelta de tuerca en el proceso general de la transformación agrícola, que ha provocado una serie de inconvenientes bastante graves, principalmente de pérdida de diversidad genética y del incremento de uso de plaguicidas, de tóxicos, de erosión del suelo, de creación de monocultivos. Se tiende a un tipo de agricultura que es totalmente insostenible...".
Por su parte, Norman Bourlag, padre de la revolución verde y premio Nobel, acusa duramente a los ecologistas extremistas de impedir la erradicación del hambre. La postura científica afirma que un transgénico no es más que el resultado de un cruce natural entre diferentes especies de pastos. La naturaleza es la gran manipuladora, desde mucho antes que el hombre se hiciera agricultor. El trigo de hoy es el resultado de tres cruces a lo largo de la evolución. Muchos alimentos han sido modificados genéticamente por la naturaleza, entre ellos el mencionado trigo, que es transgénico natural. Todo lo que hay que hacer es apresurar, cuidadosamente, los pasos que la naturaleza siempre ha dado por su cuenta. Gran parte de la comunidad científica, incluyendo, si no leí mal, a nuestro Santiago Grisolía comparten este razonamiento (por fuerza abreviado).
Pero, ¿la imitación cuidadosa de la naturaleza no está sujeta a error? En el imaginario colectivo aún perdura en parte el síndrome Frankenstein, esa mezcla de temor y reverencia que inspira el binomio ciencia-tecnología. El rechazo a los transgénicos se manifiesta ya en los Estados Unidos, el país propagador de los mismos. El miedo se disfraza de recelo ante las prácticas nada transparentes de las multinacionales. En última instancia, ¿es objetiva la ciencia? Ni la suma ni la resta ni la multiplicación ni la división (las cuatro reglas) lo son extrínsecamente. Intrínsecamente... Humm. Parménides negó su misma existencia.
Cogidos entre dos fuegos, ciencia y tecnología, sin generalmente pretenderlo quienes las hacen, estrechan el cerco a la democracia, ya tan herida de virtualidad por fuerzas más insidiosas cuanto más se desconocen a sí mismas.
Manuel Lloris es doctor en Filosofía y Letras.
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