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Tribuna
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El listón

Hace unos días murió, en su casa de Nueva York, Douglas Fairbanks jr., a la edad de 90 años. La noticia no es la desaparición de un ya olvidado mito del cine, sino que lo hiciera a tal edad, circunstancia que va haciéndose frecuente. Uno está acampado cerca de esas fronteras, lo que califica para entender la longevidad y sus matices, que tampoco son muchos. La humana existencia, en el origen, era breve y los individuos sobrevivían en función de su utilidad para con la especie. Cuando concluye la adolescencia, al varón le ponen en la mano un arco, una breve provisión de flechas y a cazar o a la guerra con el vecino. Al mayor, al caduco, se le liquida o deja morir, por improductivo, una mortal jubilación anticipada, hasta que uno, previsor y astuto, dio sentido al postulado de que la función crea el órgano, percatándose de que en la sucinta comunidad había tareas sin desempeñar por los machos adultos, ni entraba en el quehacer de las varonas. Por ejemplo, cuidar del fuego, vigilar la llegada del impaciente enemigo, conservar la memoria de la tribu, adiestrar a los jóvenes y entretener a las hembras; en fin, toda clase de actividades modernas.Hasta el descubrimiento del genoma -que predice hasta los catarros y panadizos futuros-, la trayectoria vital incluía el misterio del tiempo que cada cual permanece en este valle de lágrimas, de finales de Liga y de sucesivas eliminaciones en el Gran Hermano. Gente maravillosa y fecunda desaparece en edad temprana, sin saberse qué otras cosas habrían hecho Mozart, Rafael, Rilke, Lorca o el infatigable Menéndez y Pelayo, de perdurar.

Con frecuencia me refiero a ciertas tertulias integradas por persistentes habituales, que rondan y a veces pasan de los noventa. En verdad, no están para olimpiadas ni pasarelas, pero encuentro admirable esa tenacidad por mostrarse a sí mismos -a pocos más- que son capaces de hacer hoy lo que hicieron ayer; a fin de cuentas, eso es la perennidad. Existe una coquetería al revés -más especialmente difundida entre los afiliados al género masculino, con ciertos ribetes de ingenua obscenidad- que consiste en la gala y presunción de haber franqueado límites antes disimulados. Dicen que las mujeres tardan unos veinte años en pasar de los 30 a los 40; en el otro lado, el problema se plantea entre los 40 y los 65, a partir de los cuales, si no se recurre al tinte o al bisoñé, va proclamándose con jactancia. En el fondo se pide, patéticamente, que nos digan lo bien conservados que estamos, opinión que nadie emitía en la lejana treintena.

Uno de aquellos tertulianos contrajo ulterior matrimonio, octogenario ya, tieso como un huso y ufano de su excelente salud. Claro que el mérito disminuye al considerar que nunca había fumado y jamás tomado una copa. Es el más veterano; ahora llega solo al ágape sabatino, mermadas las energías motrices, con pasito menudo, pajaril, 10 por cada zancada de antaño. Tiene otro competidor, espejo de puntualidad, que ocupa el sitio inveterado y pronto se queda roque, en medio de la profusa algarabía circundante. Todos con hijos, nietos, bisnietos, sin renunciar a vestirse cada mañana, anudar al cuello la corbata, como gentes antiguas que son, culminar la ardua tarea de anudar el cordón de los zapatos, lanzarse a la calle y llegar, frotando el pavimento con los breves pasitos que parecen aplazar el último tramo en la otra mitad del camino de nuestra vida.

Cuando el tiempo es bueno, Madrid se puebla de ancianos de ambos sexos, que ocupan plaza en los bancos públicos, casi siempre a solas. O se dirigen hacia los estratégicos centros de la tercera edad, dispuestos a empeñarse en la partida de cartas o de dominó, en las que ellas, con similar o superior entusiasmo y una sorprendente variedad de expresiones coloquiales de cariz adversativo, matan un tiempo que ya ganó algunas batallas. Las altas edades han empujado el listón hasta fronteras no imaginadas y esa persistencia es un esfuerzo que los descendientes han de apreciar en su propio término, porque hay mucha voluntad en eso de seguir vivos por medio de la autosuficiencia. Una observación de carácter empírico, reservada al género masculino: eviten la proximidad del anciano en lugares excusados: suelen orinar de soslayo.

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