_
_
_
_
Tribuna:
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Carta de Ítaca.

"Yo también querría matar en Ítaca, pero, como está prohibido, por lo menos voy a componer algunos nuevos versos", escribía en 1919 Milos Cernianski, novelista y poeta serbio, después de volver de la Gran Guerra, donde luchó primero como oficial del Ejército austriaco y luego, después de la muerte de Francisco José, en las filas serbias. Yo también he regresado a Ítaca, a Belgrado, tras dos años de ausencia y con otra guerra por medio. Mi primer intento de ordenar las impresiones del reencuentro con mi ciudad natal terminó con el recuerdo súbito de estos versos rencorosos del autor de Migraciones. Luego me acordé de un libro, que leí hace mucho tiempo, sobre la vida en el Imperio Otomano. Allí se afirmaba que el peor castigo, la más cruel forma de ejecución de la pena de muerte, consistía en atar al condenado a un muerto. Poco a poco, el desdichado se fundía con su compañero en la misma disolución de humores. No sé si algunos serbios han soñado alguna vez lo mismo, pero sospecho que Slobodan Milosevic y sus cómplices (su esposa, Mirjana Markovic, secretaria general del partido neocomunista Nueva Izquierda, y el ultranacionalista Vojislav Seselj) deben verse a sí mismos como un cuerpo muerto al que toda Serbia está atada. Un muerto que sólo produce más muerte. Sospecho que además temen la proximidad del día en que los serbios no tengan otro remedio que quitarse de encima sus cadáveres políticos para poder vivir. Algo así dejan entrever sus comportamientos públicos.Las características fundamentales del régimen de Milosevic, al menos hasta el bombardeo de Yugoslavia por la OTAN, se ajustaban todavía al modelo de las antiguas instituciones comunistas: así sucedía, por ejemplo, con el control absoluto de los medios de comunicación estatales. Esta política continuista se complementaba con la provocación de conflictos armados fuera del territorio de la república, mediante intervenciones del antiguo Ejército yugoslavo y de grupos paramilitares amparados por el Gobierno de Belgrado, y con el desprecio abierto hacia las fuerzas de la oposición democrática. Sus apariciones en público eran muy escasas, y más aún sus declaraciones. Durante el bombardeo, paradójicamente, la popularidad del presidente yugoslavo aumentó bastante, gracias a las llamadas propagandísticas a la unidad patriótica de los serbios frente a la agresión exterior. Pero ahora, un año después, es evidente que la sociedad serbia ya no admite con tanta facilidad las manipulaciones y la corrupción del régimen, y que va perdiendo la paciencia que antes mostraba respecto de las disensiones de la muy dividida oposición. Los serbios quieren cambios, y la cuestión es cómo van a conseguirlo. Existe una larga serie de motivos por los que Milosevic se aferra al poder, desde la acusación de crímenes de guerra de la que tendrá que responder ante el Tribunal de La Haya hasta la certeza general de que la desmesurada riqueza que han acumulado sus familiares procede de todo tipo de corruptelas. Hace tiempo que en Serbia se da una simbiosis entre régimen político, economía y crimen. El contubernio entre gobernantes, criminales de guerra, asesinos a sueldo y hombres de negocios hace prever que la era Milosevic no tendrá una salida pacífica. De momento, hay muchos síntomas alarmantes. Los discursos del presidente son mucho más prolijos, y tienden a argumentar la necesidad de medidas excepcionales, cada vez más frecuentes, contra la oposición.

Por ejemplo, su discurso del 9 de mayo, en la conmemoración de la victoria sobre el nazismo, consistió en un durísimo ataque contra los disidentes interiores, aunque, en apariencia, estaba dirigida contra la OTAN: "De nuevo nace un sistema de venganza contra los que se resisten al único poder que quiere conquistar hoy el mundo con una propaganda que es más eficaz que la de Goebbels, con espías más poderosos que los de la Gestapo, con La Haya, que es más sucia que Auschwitz. De nuevo, el soporte más fuerte del agresor son sus pequeños servidores dentro del país que quiere conquistar. De nuevo, estos servidores y traidores llaman a su traición 'formar parte del nuevo orden del mundo' o 'el esfuerzo de comprender el mundo moderno'. A veces explican su traición como preocupación patriótica. Pero, de nuevo, el miedo crea la traición". Identificando a todos aquellos que se oponen a su régimen como traidores y servidores "del nuevo orden mundial", no sólo justifica su persecución. Crea además una paranoia social y pone las condiciones para una guerra civil en la misma Serbia.

El cierre de la televisión independiente Studio B (independiente en relación con el régimen, porque estaba completamente controlada por el Movimiento Serbio de Renovación de Vuk Draskovic) es sólo una de las medidas a las que Milosevic ha recurrido para defender el régimen. No supone nada nuevo: ya había sido clausurada varias veces la emisora de radio B92, cuyo director, Veran Matic, fue detenido la primera noche del bombardeo. Desde que Milosevic llegó al poder practicó de manera sistemática el acoso a los medios de comunicación libres. Pero nunca antes la policía había invitado a una "conversación formal" a 60 periodistas yugoslavos y extranjeros para retenerlos como ocurrió el 9 de mayo, cuando la oposición trataba de manifestarse en Pozarevac, ciudad natal de Milosevic. Tampoco antes la policía serbia había torturado a líderes de la oposición por no firmar solicitudes de afiliación a la Nueva Izquierda de Mirjana Markovic como ha sucedido ahora, el 5 de mayo, con los líderes estudiantiles de Otpor (Resistencia), un movimiento universitario independiente de los partidos que va ganando audiencia y credibilidad en medio del creciente descontento.

Serbia se ha convertido en un país donde nadie está seguro, ni siquiera los que tienen estrechas relaciones con el régimen: más de trescientas personas, vinculadas de un modo u otro a los aparatos del Estado y de los partidos gobernantes, han sido asesinadas sin que ninguno de sus casos haya sido resuelto hasta la fecha. Las amenazas personales, las acusaciones de traición, las exageradas multas forman parte de la vida diaria de los personajes públicos que critican al régimen. En las cárceles serbias permanecen alrededor de dos mil albaneses condenados sin pruebas. Casi todos ellos fueron secuestrados en 1999, antes de la entrada de las tropas de la Kfor en Kosovo. Otros son estudiantes que llegaron a Belgrado desde Sarajevo, al poco de estallar la guerra en Bosnia. A comienzos del bombardeo se les acusó de preparar acciones terroristas en la Universidad. La limpieza étnica ha proseguido, por tanto, en los campus universitarios, de los que habían sido previamente purgados los profesores que no quisieron firmar declaraciones de lealtad al Gobierno.

En los próximos meses, bajo una dictadura mucho menos maquillada que nunca, Serbia puede ser arrastrada a la guerra civil. No es probable que Milosevic se avenga a pactar una salida incruenta, que exigiría elecciones anticipadas. No hay que olvidar que tiene a su lado unas Fuerzas Armadas cuya ineficacia para la defensa del territorio nacional ha sido suficientemente probada tras su derrota en Kosovo, pero que pueden ser utilizadas en la represión de la población. Según Newsweek (15 de mayo de 2000), que ha desmentido la información publicada por la OTAN al final del bombardeo, el Ejército yugoslavo conserva casi todos los efectivos, en hombres y material, que poseía a comienzos de 1999: de los supuestos 120 tanques, la OTAN destruyó sólo 14; de la artillería, 20 piezas, y no 450, etcétera. De no mediar una decidida ayuda occidental a la oposición política serbia, Milosevic podría introducir en la Europa del siglo XXI alguna de las más conocidas expresiones del totalitarismo del XX: un fascismo ultranacionalista o una dictadura militar con adherencias ideológicas comunistas.

Mira Milosevich es socióloga serbia, autora de Los tristes y los héroes.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_