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Tribuna:DÍA DE LAS FUERZAS ARMADAS
Tribuna
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Un desfile en Barcelona SANTOS JULIÁ

La nuestra es una historia militar sumamente desgraciada. Aparte de las dos dictaduras que han llenado casi la mitad del siglo XX, los militares han protagonizado algaradas y golpes de Estado que se iniciaron muy pronto, en 1905, y que no han tenido fin hasta 1982. Por una u otra razón, los españoles han pasado cerca de ochenta años sintiendo a los militares más como una amenaza para sus libertades que como una garantía del orden constitucional. Así fueron las cosas, y nada puede remediarlas.De las causas y consecuencias de esa historia nadie se ha librado, y menos que nadie, Cataluña. Fue en Barcelona donde se reveló por vez primera el militarismo rampante con un asalto a las redacciones de Cu Cut y La Veu que dio lugar a la llamada Ley de Jurisdicciones, germen de un aciago poder militar autónomo. Pero en Barcelona se gestó también el golpe de Estado de Primo de Rivera, arropado con entusiasmo y celebrado con gran regocijo por los productores catalanes que el mismo día 13 de septiembre de 1923 saludaron efusivos el golpe triunfante y acudieron luego en masa a la estación para despedir entre aclamaciones el general golpista.

Lo que siguió fue una historia mucho más común de lo que las lentes de los nacionalismos pretenden hacernos leer. El golpe de 1936 fue aplastado en Barcelona, como en Madrid; pero, terminada la guerra civil, en Barcelona, como en Madrid, hubo mucha gente de Franco, o que esperaba a Franco, y que luego hizo muy buenos negocios con Franco. Las fraudulentas versiones del pasado que presentan una Cataluña unánime, derrotada por un ejército invasor, no suelen recordar que alrededor de tres veces más de catalanes murieron víctimas de la represión desencadenada por las fuerzas que apoyaron a la Generalitat -CNT, PSUC, POUM- que por el terror franquista; nada más natural que distinguidos catalanistas, que vieron en peligro su vida y sus bienes durante la guerra, prestaran a Franco su mejor aparato de propaganda.

De esa historia hemos salido, juntos también, no hace tanto tiempo como para haber olvidado las últimas emociones suscitadas por militares: no en la memoria, en la retina es donde llevamos grabadas las imágenes del asalto al Congreso. Pero no debe de ser mera casualidad que para liquidar las consecuencias de las últimas intentonas golpistas haya sido decisiva la presencia al frente del Ministerio de Defensa de un político con raíces en Cataluña, Alberto Oliart, seguido de un catalán por los cuatro costados, Narcís Serra. Para mal como para bien, los catalanes son parte sustancial de la historia de las relaciones entre militares y sociedad civil.

Esa historia ha quedado definitivamente atrás y nada exigiría recordarla a propósito de un desfile en Barcelona si no fuera por las ligerezas y los oportunismos de toda laya que le han precedido y que ocultan la silenciosa revolución experimentada por los ejércitos durante los últimos años. No se trata sólo de su integración en instituciones supranacionales, ni de su dedicación a misiones de paz, sino de algo más profundo e irreversible: de su fin como soñada nación en armas y de su transformación, sin agravios ni nostalgias, en unas fuerzas armadas profesionales que consumen el 5% de los presupuestos del Estado.

Este fenómeno exige replantear sobre otras bases las relaciones cívico-militares. No tiene por qué ser traumático: en realidad, los ejércitos basados en la conscripción universal, los millones de soldados hundidos en trincheras, las formaciones militares exhibiendo obscenamente en la calle la potencia del Estado-Nación son cosas del siglo XX. Bien idos están con ese siglo sembrado de nacionalismo y muerte. Hoy, los oficiales ya no mandan sobre reclutas llamados a filas en nombre de la nación, sino sobre soldados profesionales. ¿Tiene sentido en estas condiciones seguir organizando desfiles o acaso no deberían las fuerzas armadas profesionales establecer sus relaciones con la sociedad de manera algo más profesional?

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