_
_
_
_

Paz en la calle, guerra en la política

Berna González Harbour

A pesar del optimismo y del auge económico, la intransigencia manda en los partidos de Irlanda del Norte

ENVIADA ESPECIAL

No lleva el proceso de paz en la prensa de Belfast mucho más espacio que la gigantesca cosecha de patatas recogida este año en los campos irlandeses o que el gran aplauso que tuvo el discurso de un cura a favor del fin del celibato. La vida en Irlanda del Norte está hoy normalizada, la economía bulle y el fin de la violencia está permitiendo récords históricos en sectores como el del turismo. En 1999, el Ulster superó por primera vez la barrera psicológica del millón de turistas, con un aumento del 20% respecto al año anterior. Treinta mil personas han vuelto a casa desde el exilio. Los hoteles están repletos. La gente trabaja y cree, en su inmensa mayoría, que la guerra ha terminado.

Los políticos, no. En realidad, el optimismo que se vislumbra entre la población, cuando se cumplen dos años del referéndum que puso en marcha el acuerdo de paz, choca impotente contra los muros del castillo de Stormont, donde algunos dirigentes parecen empeñados en detener el reloj.

El salto entre la calle y los políticos queda plasmado en el siguiente dato: a los líderes unionistas, por ejemplo, les importa más conservar el nombre y símbolos reales de la policía que los 10.000 puestos de trabajo que se van a perder en su reforma, que es lo que de verdad preocupa a los agentes. Ni siquiera el comandante de la policía Roy McCune puede comprender que ese tema se haya convertido en una condición para volver a tener instituciones de autogobierno en el Ulster. "No creo que esto ocurra en ningún otro lugar del mundo, que alguien exija el nombre de la policía como condición para tener un Gobierno", dice Roy McCune. Lo mismo cree Steven King, un miembro moderado del Partido Unionista del Ulster (UUP): "Todo eso es muy importante, tanto que es mejor resolverlo dentro de un Gobierno".

Pues no; una gran mayoría de unionistas, si sumamos los miembros del Partido Unionista Democrático de Ian Paisley (DUP, con dos ministros en el Ejecutivo suspendido en febrero) y buena parte de los del UUP (mayoritario en el Ulster) se han negado a volver al Gobierno en esas condiciones. Tras la suspensión del autogobierno en febrero, han sacado lo que la diputada Jane Morrice llama la "lista de la compra", y a pedir. "Creo que tras la suspensión la gente se replegó al campo de la intransigencia, la sociedad empezó a oír cosas negativas que llevaba dos años sin oír", afirma esta diputada del partido mixto Coalición de Mujeres. Y, aunque Londres hizo la pasada semana ciertas concesiones a la cuestión del nombre y símbolos de la policía, aunque el IRA ha hecho una oferta para inutilizar sus armas, los unionistas siguen diciendo no. ¿A quién defienden, en una provincia en la que el 72% de los ciudadanos quiere el regreso a las instituciones?

"Defienden un pasado mítico que tal vez nunca existió", declaró el sábado David Trimble, líder del UUP, que dedicará esta semana a intentar convencer a su partido para que el sábado vote sí al regreso al Gobierno con el Sinn Fein. Ese pasado mítico es lo que están llamando "britanidad", un tema que pone a temblar muchas fibras sensibles en Irlanda del Norte.

Y la britanidad tiene como primer baluarte la bandera. Seguramente más que nadie en la isla de Gran Bretaña, el británico del Ulster adora y defiende su bandera con la fe del colono. En ninguna otra parte del Reino Unido se puede ver como aquí la Union Jack ondeando en hogares, comercios y templos protestantes. Es como la imagen de la bandera en el Polo. O en la Luna.

Claro que en las mismas casas donde ondea la bandera británica, si éstas se encuentran en la línea del frente, las ventanas están protegidas por gruesos armazones metálicos donde apenas se puede colar una mosca.

Y es que el escenario de la intransigencia que dejó más de 3.000 muertos en 30 años de guerra sigue en pie. A pesar de las treguas en vigor, del acuerdo de paz de 1998 y del auge de la economía, las banderas, alambradas y los murales de guerra siguen ahí, desafiando la tranquilidad. Ése ha sido el mobiliario de los últimos 30 años de historia y aún harán falta otros muchos para borrar sus vestigios. Probablemente, una nueva generación. Apenas en febrero, en su cortísima vida de 13 semanas, el Gobierno del Ulster aprobó un plan para construir aquí, en el muro que divide a las dos comunidades, un campus universitario.

"Esos condenados unionistas no quieren compartir Gobierno con nosotros, pero no van a tener más remedio que volver a Stormont. La violencia se acabó. Cada uno trabaja a su aire, en sus negocios, y ya nadie quiere salir a pegar tiros", afirma el joven católico Jo, de 30 años, mientras entretiene a sus chiquillos en el carro de la compra de un centro comercial. Esos críos, de cinco años, tres años y 12 semanas, toda esa panda de chavales que los padres católicos llevan colgados del cuello, son la clave para que las cosas hayan cambiado tanto en el Ulster. Y lo que van a cambiar. El ritmo de natalidad que tienen los católicos de Irlanda del Norte ha ido acercándoles en proporción, y llegará un día, probablemente en 20 años, en que superen a los protestantes, menos dados a procrear.

"Estamos mejor que antes, pero no creo que esto se acabe nunca. No, no diría que esto se va acabar. Los políticos no quieren. La gente queremos paz, pero no una paz a cualquier precio", sostiene una señora protestante de 64 años, negativa hacia el proceso de paz.

Ayer iba a ser el día de la devolución de poderes a Irlanda del Norte por parte del Gobierno británico, un momento solemne para un pueblo castigado pero encaminado por fin hacia la paz. La cita se ha pospuesto hasta el próximo lunes, siempre que el Consejo unionista del sábado acepte la oferta del IRA y acceda a volver a ese autogobierno compartido. Si no ocurre así, el acuerdo de paz que votaron hace dos años el 71% de los norirlandeses habrá quemado sus últimos cartuchos. En palabras de Gerry Adams, líder del Sinn Fein,: "Ahora, o sigue o muere".

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Sobre la firma

Berna González Harbour
Presenta ¿Qué estás leyendo?, el podcast de libros de EL PAÍS. Escribe en Cultura y en Babelia. Es columnista en Opinión y analista de ‘Hoy por Hoy’. Ha sido enviada en zonas en conflicto, corresponsal en Moscú y subdirectora en varias áreas. Premio Dashiell Hammett por 'El sueño de la razón', su último libro es ‘Goya en el país de los garrotazos’.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_