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Tribuna:AULA LIBRE
Tribuna
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Una lección de pedagogía

Para el cine español, la escuela ha sido el escenario de un pobre registro de estereotipos. El autoritarismo disciplinario y áspero del maestro, la feminidad boba y agraria de la maestrita con gafas o las tontas cuitas escolares de algún imposible niño cantor. Poco más. Ha habido excepciones a esta torpeza argumental, pocas, y por ello más notables. Quizá la excepción más brillante sea la reciente película del trío Cuerda-Azcona-Rivas, La lengua de las mariposas. Una película que sugiere algunas consideraciones que conviene hacer en voz alta, antes de que el viento de la novedad las lleve al reino del olvido. La ficción a veces permite pensarnos sin las ataduras ni la inmediatez de lo real.Hay una bellísima lección de pedagogía en la intensa y breve relación entre don Gregorio, el viejo maestro en retirada, y Pardal, el niño que estrena su mirada sobre la vida. Una relación iniciática basada en la confianza y el respeto mutuos. Maestro y aprendiz se necesitan para cumplir cada cual con la esencia de su condición. De un lado, don Gregorio, el maestro a caballo entre la tradición y el cambio, puesto que profesa el viejo ideal ilustrado de la cultura y del saber como medio para la emancipación de los ciudadanos, un ideal refrescado vivamente por los aires nuevos de la República. En la apacible actividad educativa diaria de don Gregorio están los principios de esa aspiración de cambio cultural. Sus esfuerzos buscan el corazón de una generación que él puede educar en libertad. Don Gregorio sabe cazar al vuelo la curiosidad de sus alumnos, llevarla hasta el borde del asombro y entregarla al rigor del conocimiento racional. Es un maestro mediador entre el aprendiz y la lección de las cosas; pero su ejemplaridad reside sobre todo en su serena creencia en la fuerza de la razón y de la palabra para dotar al mundo de orden lógico y de sentido ético.

El personaje carga sobre sus espaldas los signos de un sueño colectivo y los deposita delicadamente en su quehacer diario. Es un buen profesor, no tanto por su saber hacer técnico o pedagógico, sino porque profesa unos firmes ideales educativos. Ese microscopio que esperan, y que nunca llegará, es algo más que un instrumento para ver la misteriosa lengua de las mariposas: es el emblema de un ideal educativo cuya verdadera sustancia no radica en la tecnología, mero artificio mediador, sino en el poderoso aliento poético de una racionalidad capaz de humanizar a los aprendices. Educar es nada menos que proponer significados, nombrar el mundo, habitar con gozo en el lenguaje. La escuela de don Gregorio es el templo de la palabra, la pasión y la verdad.

Pero la escuela no está sola en su empeño. La familia admira al maestro del Pardal, y éste siente que lo que aprende es un tesoro que le hace admirable ante sus padres. También la comunidad, una trama de adultos y de niños en una activa interrelación formativa, hace explícita su gratitud hacia el maestro de una escuela cargada de futuro. La comunidad ofrece a la infancia tiempos y espacios propios, escondidos, secretos, donde ensayar una libre iniciación a la vida. Una iniciación inaugurada con la brutal revelación de la muerte, un descubrimiento que aportará al pequeño Pardal, como a todos nosotros, esa punzada de fertilísima angustia que, verbalizada, estalla en preguntas fundacionales. Preguntas sin respuesta: así nace el pensamiento. "¿Y usted qué piensa?", le responderá don Gregorio socráticamente. Aprender es afrontar con inteligencia esa inagotable incertidumbre ontológica, que también llevará a Pardal a encuentros gozosos con el amor, la música, la fraternidad, la fiesta, el juego. La escuela es límite y espera, pero tiene un sentido porque la vida parece prometerlo.

El ideal educativo de don Gregorio se rompe en pedazos al final de la película. Y el pequeño Pardal, definitivamente solo, le reclama a pedradas, obligado Caín, que no detenga su acercamiento diáfano al mundo, que no interrumpa su vuelo hacia la libertad. Pero comprende que ya es tarde cuando también su padre, aniquilado por el miedo, reniega de sus ideas. Pardal insulta a su maestro gritándole lo que más le duele perder: esas palabras secretas y prometedoras que él le había enseñado. El niño cruza el umbral que le aleja de su infancia, y entra en el tiempo de silencio y odio que ha caído sobre él y sobre su comunidad. Renuncia a aprender y entra en el redil del miedo.

Hoy, sin duda, la escuela ha cambiado mucho. Pero tengo para mí que sigue careciendo de un proyecto de cambio, de un ideario construido no con jergas, sino con palabras sustanciales, de un compromiso sobre todo con los aprendices. La indigencia ética general segrega una plana, pobre y temerosa idea de la condición humana. La insulsa aspiración de modernidad se contenta con llevar la tecnología a todas las aulas, con universalizar por ley el microscopio. Pero el mundo no propone enigma alguno, y los aprendices ya lo han visitado virtualmente mucho antes de ingresar en él para tratar de habitarlo humanamente. No tenemos, estrictamente hablando, ningún horizonte de sentido para la educación. Un buen maestro, cualquiera de los muchos contemporáneos, sabe bien que en los pequeños aprendices arde aún ese deseo, pasajero y fugaz, de ver la asombrosa lengua de las mariposas. Hay que reinventar la vida para poder refundar la escuela. Es cierto que hoy empieza todo. Pero ésa es otra película.

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