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El crimen global

A cada sociedad, sus crímenes. Los de la nuestra tenían que responder a los rasgos que le son propios: inmaterialidad de sus contenidos económicos dominantes; mundialización de sus procesos operativos; informática y telecomunicación como vectores determinantes de la innovación y del progreso. Esos rasgos han constituido al espacio virtual mundial en el ámbito con más posibilidades delictivas, han transformado el crimen en una actividad empresarialmente organizada y han hecho de la cibercriminalidad la modalidad criminal con mayor capacidad expansiva. La extrema dificultad para identificar al autor -el anonimato es la pauta rectora del funcionamiento de la red-, la inmediata accesibilidad de todos los objetivos y la ubicuidad de los efectos hacen de Internet el paraíso del delito. Los destrozos del virus I love you y los últimos desfalcos informáticos de los hackers rusos continúan la saga criminal de que nos daban ya cuenta Sterling (Law and disorder on the electronic frontier) y Schwartau (Information warfare: chaos on the electronic superhighway) al comienzo de los noventa. Los especialistas distinguen cuatro fases en la historia de la criminalidad informática. La primera se caracteriza por los modos tradicionales y poco violentos de la agresión: falsificación de tarjetas de crédito y robo de programas informáticos, sobre todo. En la segunda aparecen la piratería creativa y la sofisticación, que multiplican los golpes de mano -contra la NASA y el Pentágono o contra las grandes empresas-, mezclan los comportamientos lúdicos y el botín económico y comienzan a hacer del ciberespacio una selva peligrosa. La tercera es la de la profesionalización de las intervenciones delictivas y la entronización de las mafias que generan una delincuencia específicamente informática, como la revolución industrial y el crecimiento de las ciudades habían producido una delincuencia urbana. La cuarta, en la que estamos, aunque subsistan las maneras de las tres anteriores, se caracteriza por la ciberguerra y por el ciberterrorismo, cuyos actores principales son las grandes multinacionales del crimen: mafias, brazos armados de los integrismos político-religiosos, sectas violentas. Al dinero, objetivo permanente, se agrega ahora la conquista del poder. Estamos en el crimen global.Es imposible disponer de información fiable sobre las magnitudes de la cibercriminalidad mundial: en primer lugar, por la ignorancia de las víctimas -los agredidos no advierten los efectos de la agresión de que han sido objeto-, y sobre todo, por el ocultamiento sistemático de los ataques por parte de quienes son atacados. El ejemplo más banal es el del chantaje informático -cuyo coste parece que sobrepasa los mil millones de dólares- a que están siendo sometidos bancos e instituciones financieras estos últimos años, que nadie denuncia, pues delataría la fragilidad de su sistema informático. Nuestra gran paradoja es que esta extrema fragilidad es simultánea y aparentemente indisociable de la extraordinaria potencia genesíaca de la realidad virtual, de la nueva economía y del comercio electrónico, verdaderos motores del avance de nuestras sociedades.

El problema es cómo garantizar la seguridad de sus posibilidades y de su uso, cómo impedir que un juego juvenil o una conspiración mafiosa ponga en jaque nuestras sociedades. La reunión del G-8 sobre el tema en París no ha hecho sino reiterar declaraciones de reuniones anteriores. Mientras las multinacionales sólo miren al ombligo de sus intereses, los Estados sigan obnubilados por preservar sus imposibles soberanías y los USA quieran únicamente confortar su hegemonía, no saldremos de nuestra indefensión. ¿Qué impedía esta semana o qué impedirá en la próxima reunión del G-8 de Okinawa combinar el convenio que propone el Consejo de Europa con la armonización policial de los Estados y con la ciberpolicía mundial por la que aboga EEUU? Nada, sino la irresponsabilidad.

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