El eterno retorno
En el Año Bach, el Liceo de Cámara ha coronado su octava edición con las Variaciones Goldberg confiando su interpretación a uno de los mejores clavecinistas actuales, el alemán Andreas Staier. Con las Goldberg culmina el proceso de autoafirmación de Bach como creador, que deja asomar aquí ya los primeros síntomas de ese interés desmedido por el contrapunto imitativo que articularía el pensamiento musical de sus últimos años. Enfrentarse a esta obra colosal constituye, por tanto, un reto formidable para cualquier músico, obligado a realizar durante casi una hora y media un despliegue no sólo de precisión técnica, sino, lo que es aún más difícil, de tensión expresiva y de concentración intelectual.En el aria inicial, el verdadero germen de las variaciones -la progresión armónica del bajo- se halla agazapado tras la hermosa melodía de la mano derecha, algo que sólo se irá revelando en el curso de la escucha. Cuando concluye nuestro periplo, Bach retorna al principio y, en lo que es una ambigua metáfora temporal, no sabemos si estamos ante una despedida o ante una invitación a reemprender el camino. Éste es a un tiempo idéntico y diverso, ya que estamos ante una obra monotonal y prácticamente monomodal, y una de las principales misiones del intérprete es saber mostrarnos con igual precisión las dos caras de esta misma moneda.
Liceo de Cámara Andreas Staier, clave
Obras de Bach. Auditorio Nacional. Madrid, 17 de mayo.
Aunque marró más notas de las habituales en un intérprete de su talla, sobre todo en las primeras variaciones, Staier fue puliendo su ejecución y acabó demostrando que posee la solidez técnica necesaria para salir indemne del campo minado en que, con una frecuencia creciente, acaban convirtiéndose las Goldberg: la Variación 26, tocada a una velocidad endiablada fue quizá el mejor emblema del formidable bagaje virtuosístico que atesora el clavecinista alemán. Lo más sorprendente de su versión, adusta y nada complaciente, fue el empleo en cinco variaciones (11, 15, 19, 20 y 25) y en la repetición del aria del registro de laúd en uno o los dos teclados. El drástico cambio de timbre que experimenta el instrumento aparta la atención de la sustancia musical y amenaza romper en demasiadas ocasiones el hilo argumental.
Eficaz en algún caso, en otros pareció un capricho innecesario, sobre todo cuando Staier invertía los teclados en las repeticiones. Por lo demás, se sirvió con sobriedad de los acoplamientos y perfiló todos los cánones con nitidez en una propuesta generosa en la asunción de riesgos y que, con la salvedad apuntada, nos llegó con una contundencia monolítica. A tenor de los muchos aplausos que recibió, no nos hubiera importado que, tras el aria final, hubiera echado de nuevo la rueda a girar.
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