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Tribuna:LA CRÓNICA
Tribuna
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Los garbanzos de Montserrat ANTONI PUIGVERD

Montserrat y el arzobispado de Barcelona están de moda. Se habla de dimisiones, de candidatos, de corrientes, de luchas por el poder. Como si un monasterio o un obispado pudiera compararse con un consejo de administración o con un partido político. No pretendo negar la validez de las informaciones que estos días han aparecido. Es cierto que en la iglesia catalana los aperturistas, que 20 años atrás eran tan influyentes, están perdiendo sus últimas batallas. Pero también lo es que la Iglesia catalana está tan débil que hablar de poder eclesiástico suena casi a broma.Es muy relativo el poder que implica dirigir un monasterio como el de Montserrat. Es bastante más cómodo y sugestivo (para el que opta a la vida monástica) ser monje que ser abad. La vida del monje es austera y regulada, pero es plácida, muy tranquila. Permite dedicarse a una gran pasión intelectual. No es extraño que los monjes de Montserrat sean grandes especialistas en sus materias de estudio. No es extraño que abunden los mejores biblistas y liturgistas, grandes teólogos y filólogos, rigurosísimos historiadores y exegetas, fenomenales editores y bibliotecarios, excelentes músicos y compositores y un largo etcétera de parecido fuste. El abad, en cambio, está sometido a todo tipo de obligaciones exteriores e interiores. Debe abandonar la vida pacífica y renunciar a sus empeños intelectuales. Junto al prior y al ecónomo (uno de los héroes de Monserrat es el P. Jordi Molas, que lleva sobre sus espaldas el embrollo económico de una montaña que puede ser muy santa pero muy cara de mantener), el abad debe hacer frente a un sinfín de responsabilidades, muchas de ellas arduas y complejas, hijas del magnetismo simbólico del santuario.

Ninguna de las compensaciones que lleva consigo el poder en la vida civil permiten endulzar el ajetreo y la tensión que el cargo implica. Durante siglos el abad gozó de privilegios de origen feudal, pero después del Vaticano II no tiene más compensaciones que la de intentar imponer una línea moral y espiritual (cosa que en Montserrat, en razón de las notables personalidades que alberga, no es fácil). El nuevo abad podrá intentar reconducir la línea progresista montserratina para hacerla converger con los vientos restauracionistas del Vaticano. Pero no podría, ni va a pretenderlo, restaurar el viejo boato abacial que desapareció con la imponente figura del abad Brasó (de planta y pose cardenalicias), predecesor de Cassià M. Just. No existen ya prebendas o lujos abaciales. El abad gobierna la difícil convivencia de un grupo de 80 hombres adultos en un espacio cerrado; sortea las presiones políticas y sociales que el fuerte simbolismo de la montaña incorpora; y equilibra la complejidad ideológica y estructural de un enclave religioso que es, a la vez, remanso benedictino y bullicioso santuario de poderosa atracción popular. Un obispo puede tener ambición personal: su territorio forma parte de un todo eclesiástico. El monasterio está en la iglesia a la manera de la más pequeña de las muñecas rusas y su abad, por consiguiente, carece casi por completo de posibilidades de promoción eclesiástica. El abad Brasó, precisamente, fue el último. Llegó a presidir, en Roma, la congregación de Subiaco. Es una excepción. Como la del Cardenal Anselm Alvareda (1892-1966), prestigioso director de la Biblioteca Vaticana. Los benedictinos, la orden religiosa más antigua, son celosos de su independencia. Un canciller vaticano sugirió a los profesores de las universidades pontificias que firmaran un mensaje de felicitación a Juan Pablo II por su última encíclica: sólo los benedictinos del Pontificio Ateneo S. Anselmo, se negaron a ello: "Si el autor hubiera sido un estudiante -comentaron- habría merecido apenas un notable: ¡no podemos felicitarle!".

Conozco la austeridad de los ágapes montserratinos. Nada falta; nada sobra. Los pequeños lujos que la clase media ha conquistado (estos vinos de Rioja, el marisco o el jabugo que de vez en cuando nos permitimos) nunca aparecen en la mesa del monasterio que sirven los propios monjes, sea cual sea su rango y su prestigio. Cuando se habla de luchas por el poder no hay que olvidar los garbanzos. Los garbanzos de oro por los que pelea Villalonga, los que ha aceptado la nueva ministra Birulés y los que se disputan Duran Lleida y Artur Mas nada tienen que ver con los que deja Sebastià Bardolet a Josep M. Soler. Sebastià Bardolet regresará a su querida música. Como regresó al órgano Cassià M. Just que dialoga gozosamente con Johan Sebastian Bach cada mañana en la fantástica soledad de la basílica. Dimitidos y elegido van a comer en Montserrat los mismos garbanzos, que brillan con la opaca dignidad de un aceite muy discreto.

Susanna Saez
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