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La sonrisa de Maquiavelo.

De tanto en tanto conviene tomar distancia con respecto a los sucesos actuales. Maquiavelo, que había estado comprometido en la política activa hasta la mitad de su vida, comentaba después la primera década de Tito Livio para dirigirse a la gente de su tiempo. Ahora acaba de publicarse en traducción al español La sonrisa de Maquiavelo, ensayo biográfico de Maurizio Viroli, gran especialista en el escritor florentino y profesor de ciencias políticas en la Universidad norteamericana de Princeton. Fui lector de Maquiavelo en épocas pasadas, desde los años en que pasé precisamente por aquella misma universidad, y el libro de Viroli me ha servido para refrescar viejas lecturas. No se trata de una biografía completa, anotada, académica, género que el autor ha practicado antes, sino de un retrato libre, literario, que puede ser leído por los especialistas, pero que está destinado, sobre todo, al lector común y corriente. Viroli se propuso eliminar las notas y todo aparato crítico y hacer una obra rigurosa, pero esencialmente liviana y accesible. De ella surge un Nicolás Maquiavelo humano, contradictorio, enigmático en muchos aspectos, mujeriego y aficionado a la juerga, bromista, muy amigo de sus amigos, pero dotado por encima de todo de dos pasiones dominantes: la política y la literatura. Se habla a menudo de los escritores tentados por la política y extraviados a veces en ella. André Malraux es un buen ejemplo, y hay, como ya se sabe, muchos otros. Debemos comprender, cuando enfocamos el tema de esta manera, que nos referimos a una versión moderna del artista de la palabra: un modelo de novelista y de poeta que empieza a formarse durante el Romanticismo y a lo largo del siglo XIX. Niccoló Maquiavelo (Niccoló es la forma toscana del nombre Nicola, Nicolás) no aspiró jamás a ser un escritor en este sentido, un artista puro. Desde su juventud, sin mayores vacilaciones, con enorme energía, con una cultura superior y que se había formado por sí solo, se propuso ser político y diplomático. Cuando digo que sus pasiones eran la política y la literatura, lo digo en ese orden, consciente de que la pasión literaria estaba subordinada a la otra. Maquiavelo se servía de su notable habilidad en el manejo del lenguaje para tener éxito en las variadas negociaciones que le encargaba la República de Florencia. También utilizaba dicha habilidad para ilustrar a sus compatriotas y para escribir la historia de Florencia como explicación o como enseñanza para el presente. Hubo en su vida, sin embargo, un cambio decisivo que lo sacó de la órbita del gobierno y lo convirtió, muy a pesar suyo, en escritor de tiempo completo. Él tenía 43 años de edad cuando se derrumbó, en noviembre de 1512, el régimen republicano, encabezado por un protector y amigo suyo, el confaloniero Pier Soderini, y volvió a implantarse la tiranía de la familia Médicis. Niccoló perdió de inmediato su cargo de Secretario de los Diez de Libertad, una de las instituciones que él mismo había contribuido a diseñar, y al poco tiempo, acusado de participar en una conspiración que se había fraguado con gran torpeza, cayó en la cárcel. Fue sometido al suplicio de la cuerda, que dislocaba los huesos de los torturados, y escapó por muy poco del hacha del verdugo. Al parecer, resistió bien, con notable entereza, y sus acusadores no pudieron probarle nada.En los escritores modernos, el éxito literario suele conducir a la política activa, siempre o casi siempre para mal de la propia escritura y con poca o ninguna ventaja para la propia política. En el caso de Maquiavelo, el fracaso suyo y de sus amigos en Florencia no le dejó más alternativa que la de escribir, la de tratar de entender y explicar lo que había sucedido a través de la escritura. Lo hizo con una sonrisa amarga y escéptica, con sabiduría, con una lucidez que no admitía concesiones. De ahí salió el estilo acerado, inconfundible, que marcó a fuego a generaciones de gobernantes y de pensadores de la política, del Tratado del Príncipe, de los Discursos sobre la primera década de Tito Livio, de la Historia de Florencia. También escribió poemas, sobre todo de circunstancias y satíricos, y una obra maestra de teatro, La Mandrágora. La sonrisa desengañada de Niccoló planeaba por encima de todo esto, sin perder nunca su genio bromista y su pasión de vivir en el instante. La biografía de Viroli evita la censura tradicional de cartas y testimonios contemporáneos. Revela pasajes de una crudeza insólita que habían sido suprimidos hasta aquí por manos piadosas. Nos muestra a un personaje remoto, perdido en los laberintos de su época, y a la vez curiosamente actual. Es un hombre de la estirpe de Rabelais, de Giovanni Boccaccio, quizá de Quevedo: un renacentista, un ser que pertenece a una especie extinguida, pero que nos habla a través de los siglos y nos dice cosas que tienen sentido.

Lo esencial del pensamiento de Maquiavelo, según esta biografía, no consiste en la idea de que el fin justifique los medios, como piensa la gran mayoría de sus comentaristas. Es algo mucho más sutil y que nos interesa de un modo más directo y cercano. Maquiavelo llega a la conclusión de que su amigo Soderini, el confaloniero vitalicio de la ciudad libre, fue derribado, y de que las libertades públicas de la ciudad se perdieron, debido a su ingenuidad, a sus grandes errores de cálculo, a su falta de dureza, a su incapacidad para pactar con el enemigo cuando esto se hacía inevitable. Pier Soderini era un hombre amable, bondadoso, lleno de buenas intenciones, pero un desastre como gobernante. La noción de que el infierno de la vida política puede estar pavimentado con las intenciones más altruistas de este mundo se inicia, quizá, en esos primeros años del siglo XVI en Italia y con el pensamiento de nuestro personaje. Por ejemplo, cuando las tropas españolas al mando del virrey de Nápoles, Raimundo de Cardona, ponían sitio a la ciudad de Prato, Soderini recibió una oferta de acuerdo. El virrey, en lugar de exigirle su salida, se limitaba a pedir que los Médicis pudieran regresar a Florencia en calidad de ciudadanos particulares, que le dieran pan a sus soldados hambrientos y que a él le pasaran 30.000 ducados. Según Maquiavelo, había que aceptar el acuerdo de inmediato. Soderini, a pesar de sus consejos, se opuso. El resultado fue que los españoles, desesperados y llenos de odio, iniciaron el asalto, consiguieron abrir una brecha en los muros, pasaron a los defensores, campesinos disfrazados de soldados, a cuchillo, violaron a las mujeres e incendiaron la ciudad. Un cronista de la época escribió que "el claro sol se cubrió la reluciente cara" para no ver lo que había sucedido. Un puñado de jóvenes partidarios de los Médicis, al conocer las noticias de Prato, entraron al Palazzo Vecchio y se encontraron con un Soderini solo y muerto de susto. Soderini corrió a refugiarse en la casa de un embajador amigo y pronto tuvo que huir a Roma. Las libertades republicanas de Florencia, que habían durado alrededor de dos décadas, quedaron destruidas de inmediato y por espacio de siglos.

Maquiavelo no tiene la menor indulgencia frente a la política mal pensada y mal hecha. Considera que la torpeza en el pensar y en la acción, unidas a la falta de

carácter, son enteramente condenables. Sabemos que el tema es de una evidente vigencia. Los gobiernos bien intencionados de nuestro tiempo, políticamente correctos pero débiles, han conducido innumerables veces a la dictadura. Él había aconsejado con gran insistencia, de palabra y en sus escritos más vibrantes, formar una milicia florentina profesional, disciplinada, dotada de armamento moderno. Mientras dicha fuerza no existiera, la independencia de la república correría peligro. Pero las autoridades florentinas eran vacilantes, además de ahorrativas, y postergaron la decisión a cada rato. Cuando los campesinos mal armados de los alrededores de la ciudad vieron llegar a los españoles con sus lanzas y sus arcabuces, y sobre todo cuando los divisaron encaramados en los muros, rompieron el orden y huyeron a perderse. Maquiavelo, implacable, no quiso saber más de su amigo Soderini, en desgracia. Si se asumía el poder político, había que manejarlo con destreza y sin contemplaciones. Si era necesario, con algo muy parecido a la crueldad. De otro modo, se permitía el regreso de la tiranía. Cuando Niccoló se encontró en la cárcel debido a la falta de cuidado de un grupo de conspiradores, gente que había dejado una lista escrita de personas con quienes quizás se habría podido contar, reaccionó sin la compasión más mínima. Meterse a conspirar sin medios, sin las precauciones más elementales, era una estupidez mayor. Él, que no había participado en nada, arriesgaba su cabeza por culpa de ellos. Cuando Pietro Paolo Boscoli y Agostino Capponi, dos de los conspiradores, fueron llevados al patíbulo, Niccoló escuchó los cantos fúnebres desde una celda cercana. En ese momento, o un poco más tarde, escribió versos despiadados: "...durmiendo cerca de la aurora,/ cantando escuché decir: 'Es vuestra hora'./ Vayan, pues, en buena hora". En otros términos, ya que conspiraron tan mal, de un modo tan infantil y tan desprevenido, mueran de una vez por todas.

Nicolás Maquiavelo no consiguió nunca volver a las tareas de gobierno, que le gustaban por encima de cualquier otra cosa. Cuando supo de la muerte de Soderini escribió otros versos crueles: "...ánima tonta,/ ve arriba, al limbo con los otros niños". Il Machia, como lo conocían sus amigos, se había convertido en un personaje duro, acorralado, pobre. Un testigo cuenta que entraba a la taberna más cercana y jugaba al triche-tach (juego parecido al backgammon) con el tabernero, el carnicero, el molinero y un par de fundidores. El grupo peleaba, se insultaba y chillaba con gritos que se escuchaban a dos millas de distancia. En un texto suyo, Maquiavelo dice que regresaba a su casa, después de haberse encanallado en la taberna, y entraba en su estudio: "En el umbral me despojo de aquella ropa cotidiana, llena de barro y lodo, y visto prendas reales y curiales, y, decentemente vestido, entro en las antiguas cortes de los hombres antiguos...". El trato con los grandes personajes muertos, con Tito Livio, con Aristóteles, era su verdadero alimento espiritual, su consuelo. Así se preparaba para escribir uno de los grandes clásicos de la teoría política, El Príncipe, cuyo título original fue Sobre los principados. Así, en aquella atmósfera entre tabernaria y de grandes estudios, en aquel desengaño radical, con una sonrisa amarga, iba a forjarse uno de los pilares más sólidos del pensamiento moderno acerca del Estado y de su conducción.

Jorge Edwards es escritor chileno.

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