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Fiesta

Sin que nos hayamos recuperado todavía de la resaca de abril, el Ayuntamiento ya preparaba la semana pasada más festejos para el año que viene. Leo en algún diario que el Ayuntamiento de Sevilla proyecta un "evento futuro" para octubre a partir de 2001; que el concejal de Economía y Empleo, Emilio Carrillo, da fe de que su área "está trabajando con varias ideas", para remediar el grave desnivel que sufre el calendario de la ciudad en materia de fiestas: muy sobrecargada en primavera y desierta el resto del año. Si a ello sumamos los pingües beneficios que esta última feria de ocho días ha dejado en el sector de la hostelería, entenderemos qué pretende el gobierno municipal: llenarnos el almanaque de números rojos.Por cuanto parece, el censo de festividades no es todavía lo suficientemente elevado como para satisfacer los arrestos autóctonos. A la agotadora cadena que comienza en Semana Santa y termina en el Rocío -añádanse Corpus, Virgen de los Reyes y Feria-, debe sumarse un epílogo otoñal que haga a los hosteleros cerrar las cajas de la temporada con una contundente sonrisa en los labios. El argumento que el concejal utilizará para convencer a la mayoría, caso de que no esté ya de sobra convencida, es que a nadie le amarga un dulce: siendo como es Sevilla una ciudad de tradición festiva, bailonga y sandunguera, quién va a hacerle ascos a otro sarao más en la larga lista de nuestras fatigas.

Disculpo las intenciones del concejal dando en pensar que el hombre obra como lo hace en busca de beneficiar a uno de los gremios más importantes de la ciudad, y tratando de impulsar un área de la que depende gran parte de sus ingresos. Me parece muy bien que el señor Carrillo alimente de esta manera hoteles, restaurantes y tablaos flamencos y trate de vigorizar una economía que apenas cuenta con industria propia para sostenerse. Lo que discuto es el cauce que ha elegido para hacerlo: me resulta atolondrado, estrecho, pobre. No sólo supone volver a abdicar en el manido topicazo de la guitarra y la peineta, sino que se está dando por sobreentendido que un sector muy significativo de la población aceptará sin rechistar este modo tan exótico de acrecentar el contenido de nuestras arcas: me pregunto de qué modo incidirá en la famélica iniciativa privada un calendario de trabajo con la mitad de las fechas tachadas, cómo se resolverá el problema de la ubicación de la futura festividad para que no arruine todavía más el congestionado tráfico de la ciudad, y, sobre todo, me preocupa de qué modo va a venderse esta celebración novicia fuera de Sevilla. Está en juego su imagen cultural, el modelo que quiere exhibir al exterior y la oferta que presenta al visitante: ¿queremos un restaurante de un único plato, una sala de cine donde se repita perpetuamente una misma película? Las grandes capitales de Europa son justamente tales por su variedad cultural, por su cosmopolitismo: lugares donde tanto el vernáculo como el forastero están capacitados para el libérrimo ejercicio de la alternativa. Por qué otro folklore y no un festival de cine, de música, una bienal de arte, un foro internacional de lo que sea, un mal cabaré que sea chino, ruso o finlandés: cualquier cosa donde no haya faralaes, cristos ni castañuelas. Todos respiraríamos mucho mejor en una Sevilla más adulterada.

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