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El Papel de la familia en la sociedad actual. Consuelo Crespo

Numerosos estudios y algunas experiencias realizadas en países "desarrollados" demuestran que los niños, los adolescentes y los jóvenes consideran a la familia como uno de sus valores prioritarios. Seguramente existen muchas razones para que ello sea así. Una de ellas es quizá que el ser humano reclama consciente o inconscientemente sus derechos y la familia, en el sentido pleno de la palabra, es uno de ellos. Otra razón podría estar relacionada con la vulnerabilidad.Las sociedades que llamamos "desarrolladas" propician aparentemente la prepotencia. Sin embargo, en ellas, todo ocurre demasiado deprisa, sufren los huracanes del mercado que arrasan todo lo que no sea dinero, están desbordadas de información, pero han olvidado "conversar", y los medios realizan con personas experimentos propios de cobayas,... todo ello puede estar creando seres más vulnerables de lo que percibimos conscientemente.

Entonces, los niños y los jóvenes buscan en la familia ese punto de referencia y esa seguridad que necesitan para su desarrollo y un espacio en donde se les acepte, se les valore y se les quiera por lo que son y no por lo que tienen, y poder construir a partir de ahí la imprescindible autoestima.

Ayer, 15 de mayo, el día que la comunidad internacional dedicó a la familia, fue una buena ocasión para reflexionar sobre el que es uno de los principales ámbitos de socialización de la infancia. Analizar por un lado los cambios que ha sufrido en sí misma: emergencia de nuevas estructuras familiares, entre ellas el destacado aumento del número de familias monoparentales; disminución del número de nacimientos; trabajo de la mujer fuera de casa; aumento de la esperanza de vida, etcétera.

Por otro lado, los cambios que suceden fuera de ella, tanto en su entorno más cercano como a nivel mundial: los altos índices de desempleo; la mejora del nivel de formación de la mujer; los avances tecnológicos; el desprecio de ciertos valores humanos; la valoración desproporcionada de lo material; los movimientos migratorios; los cambios en la relación entre los ciudadanos y el Estado, o el constante y vergonzoso aumento de la brecha entre ricos y pobres.

Y, por supuesto, la globalización: ese fenómeno que se empezó a contemplar a finales de los 80, con prudencia y hasta con temor, por las personas comprometidas con el desarrollo humano y que ha saltado ahora a la calle.

Transformaciones que varían sensiblemente los indicadores que reflejan diversos problemas sociales. Las políticas públicas deben afrontar estos cambios sin olvidar que la familia es un ámbito eminentemente privado y, sobre todo, siendo conscientes de que si se somete a los límites que marcan las prioridades macroeconómicas no lograrán resolver de forma justa la variedad de situaciones que se plantean.

Independientemente de lo que la familia supone para el desarrollo individual de la persona, sería bueno plantearse lo que debe cambiar y lo que conviene mantener, qué actitudes y hábitos son necesarios para que no se le arrebate a la familia su protagonismo y se coloque de nuevo al ser humano en el centro de la sociedad.

La diversificación de actores que intervienen en la familia, junto al aumento del número y de la fuerza de los factores que influyen desde el exterior, demandan el paso de una cultura dirigista y proteccionista, hacia otra basada en valores como la participación real, la descentralización, el compromiso personal, la corresponsabilidad, el pluralismo y la tolerancia.

Día a día, crece la participación pública de las organizaciones civiles, que reclaman una democracia mucho más allá de la representación en los partidos políticos y que confirman que tanto la participación y el compromiso de todos, como la descentralización de los recursos y de las decisiones, supone la concreción de los derechos humanos y es la vía adecuada para evitar la creación de sociedades excluyentes y deshumanizadas.

Es obvio que esto tan fácil de decir supone procesos complejos, transformaciones lentas y grandes esfuerzos a todos los niveles. Es una cultura que debemos construir entre todos y cada uno de los miembros de la sociedad, y la familia es excelente proveedora de las herramientas necesarias para ello.

Debemos perder el miedo a proponer un hábito razonable de autoexigencia, transmitir que el ser humano puede mejorar siempre en todas las áreas de su desarrollo, el conocimiento, los sentimientos, los valores, las habilidades... De modo que se conozca que se puede dar más, que existen mejores maneras de ser, de sentir, de relacionarse, de comportarse, de apreciar lo bello y de crearlo... Fortaleciendo así lo que debe ser más importante: el ser humano que decide hasta donde va a permitir que los factores externos le agredan o le manipulen.

Si, por poner un ejemplo, no logramos entender que hay diferentes tipos de personas dentro de una misma familia y enriquecernos por ello, ¿cómo vamos a ser capaces de aceptar los diferentes orígenes raciales, o étnicos, que componen la sociedad y que serán cada vez más numerosos?

Si en el ámbito familiar, donde suceden los consensos y los desencuentros más estrepitosos, no logramos analizar los conflictos y transformarlos, para que no "hagan daño" a ninguna de las partes. Si no aprendemos a resolver, en lugar de a vencer, que sospecho es lo que mayoritariamente se ha enseñado hasta ahora, ¿cómo podremos afrontar los numerosos conflictos que surgen permanentemente en ámbitos mucho más complejos?

Si ante un problema concreto en la familia -económico, de desintegración familiar, de fracaso escolar, o ante una enfermedad terminal- no somos capaces de crear automáticamente "redes de solidaridad" que nos ayuden a afrontarlo, ¿cómo vamos a ser solidarios en una aldea de 6.000 millones de habitantes?

Si no ejercitamos una verdadera democratización de las relaciones entre los miembros de la familia, tanto entre géneros como entre generaciones fomentando un diálogo horizontal donde todas las opiniones sean tenidas en cuenta y se trabaje por una congruencia entre los derechos y las obligaciones, ¿cómo lo lograremos en la escuela, en la comunidad, en el trabajo, en el municipio... en el planeta?

Si no damos a los más jóvenes la importancia que su actividad cotidiana tiene, reconociéndoles como agentes que crean y que aportan, si no sienten que creemos en su capacidad y en su responsabilidad no tomarán conciencia de sus debilidades y de sus fortalezas y de lo que supone ponerlas al servicio de un proyecto común, entonces nunca van a sentirse parte de una sociedad que puede y debe ser transformada para lograr un mundo más justo.

Un recuerdo, para finalizar, a todas las familias que en miles de culturas nos hablan en otras tantas lenguas, que aunque creamos no entender, si las escuchamos y observamos con detenimiento, nos permitirán descubrir la enorme riqueza que poseen y nos ofrecerán quizá la oportunidad de comenzar a construir una ciudadanía "del mundo" comprometida localmente.

Consuelo Crespo es presidenta de Unicef-País Vasco.

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