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Sensatez y excesos

Ni el tálamo, ni el hipotálamo, ni parte alguna del cerebro humano pueden explicar el grado de identificación de un aficionado con su equipo, o el grado de sensatez y cordura, que haya o deje de haber, entre los hinchas del fútbol. Gritos, pareados, camisetas y bufandas, jolgorio, y hasta una festiva paciencia bíblica aguantando colas humanas de muchas horas, que les permitan adquirir las entradas para estar junto a sus héroes en la Lutetia de Asterix; ese París que ha de convertirse en capital del balompié hispano. Cuando el equipo triunfa, la alegría se desborda; los hinchas con mucha sangre y pocos años, ésos a quienes les apunta el bozo o empiezan a afeitarse, llenan la noche y las calles, alborotan, despiertan al vecindario, se bañan en las fontanas públicas y alteran pacíficamente la tranquilidad ciudadana en las más de las ocasiones. En otras y puntuales, berrean insultos irreproducibles que dirigen a la hinchada de sus adversarios deportivos, ensucian paredes, suele acudir la policía, y, de forma previsora, los ayuntamientos tienen sus gastos en vallas por tal de proteger los monumentos públicos. En tal caso, los medios de comunicación suelen dar primero la noticia del éxito deportivo y luego se alude en los noticieros a los incidentes y altercados de costumbre. Nadie, sin embargo, anatematiza a la afición, ni a los jugadores del equipo, ni a la junta directiva del club. Ni falta que hace. Aunque el tálamo o el hipotálamo de uno no acabe de asimilar el grado de identificación de la afición con su equipo.El tálamo y el hipotálamo de centenares de miles de valencianos tampoco acaban de asimilar o comprender el grado de identificación de la ciudadanía con el nacionalismo. Y menos con un nacionalismo excluyente, basado en sagrados signos de identificación local. Un nacionalismo que vocifere independencia por estos pagos, origina la misma hilaridad que los gritos bélicos del hincha futbolístico. Pero en quienes vociferan independencia hay también mucha sangre y pocos años. En ocasiones, y por eso mismo, destrozan este o aquel monumento y ensucian las paredes. Pero entonces la valencianísima derecha de nuestros pecados anatematiza al equipo de jugadores, al presidente del club y a la afición en general que acude a determinados actos, como el concierto de Llach, porque le tiene un cierto apego a la cultura y a la lengua en que hablan sus hijos.

Y disparan contra fugitivas sombras e inexistentes fantasmas. Manipulan innecesariamente la información; se enroncan afirmando que se están atacando Dios sabe cuántas señas de identidad valencianas, y en las Cortes Valencianas intentan implicar a los del PSOE y Esquerra Unida en asuntos a los que son ajenos, como es el vocinglerío de unos mozalbetes con poca cocorota que gritan independencia. Todo un espectáculo estrafalario de una derecha que no acaba de comprender que a los aficionados al fútbol hay que respetarlos, y a los que se identifican con otro tipo de amores, también.

Aunque el problema de la derecha valenciana no estaba ni está en la Plaza de Toros, ni en el concierto de Llach, ni en los descabezados jovenzuelos que gritaban independencia. Su problema está en el valenciano que ni hablan ni aprenden. Balbucenan anatemas como los loros de las novelas de García Márquez, pero no hablan valenciano ni con supositorios de trementina.

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