Extremadura, dos: Cáceres y Badajoz JOAN DE SAGARRA
Regreso de un largo, larguísimo fin de semana -del 28 de abril al 8 de mayo- por tierras cacereñas. Hacía 43 años que no había vuelto a visitar Cáceres, Trujillo, Guadalupe, Yuste... Antes de la Semana Santa de 1957, Cáceres era para mí una referencia escolar -Extremadura, dos: Cáceres y Badajoz- y poquita cosa más (soy injusto: una amiga de mi madre, una catalana de Olot casada con un militar extremeño, hijo de Malpartida de Cáceres, hacía unas migas para chuparse los dedos).La Semana Santa de 1957 descubrí Cáceres -y una parte de Badajoz- de la mano de un compañero de la Universidad de Deusto, Carlos Murillo Bernáldez, hijo del, a la sazón, presidente de la Diputación de Cáceres, y de un ilustre historiador cacereño, el conde de Canilleros, con el que Carlos me había puesto en contacto epistolar desde Deusto. La primera impresión que me produjeron el centro histórico, monumental, de Cáceres y la plaza Mayor de Trujillo es algo que no olvidaré jamás. Conocía bien Castilla, desde niño -Toledo, Ávila, Segovia, Salamanca...-, pero los palacios que allí vi me parecieron una virguería hollywoodiana. Por las torres desmochadas de los palacios, de las casasfuertes de la nobleza trujillana -por edicto de los católicos Reyes, para castigar su soberbia-, veía yo deslizarse entre sus venerables piedras, ríos de oro líquido -el oro del Perú- con el mismo asombro que, de niño, veía en el cine de mi barrio deslizarse el aceite hirviendo por las torres de un castillo normando. Cáceres, Trujillo, Yuste, Guadalupe... en 1957, era demasiado, era excesivo, los palacios, las casasfuertes, sus torres, sus matacanes, sus saeteras -¡y sus escudos!-; esa piedra, en definitiva, chorreando oro, me resultaba más pesada que toda la literatura del 98 -sin olvidar a Maurice Barrès- con que mis padres me habían cebado, de niño, para enfrentarme, para "comprender", para "sentir" al Tostado o a aquel Vosotros -Vosotros, los del Tajo en su ribera, lloraréis la mía muerte cada día...-, o a las duquesitas de la tienda de dulces de la plaza de Zocodover que yo, como niño, y niño goloso, era lo que más "comprendía" y, sobre todo, "sentía", mucho más que a ciertas cabezas, rostros, de El entierro del conde de Orgaz, en Santo Tomé, y que me recordaban al del legionario tuerto que nos mostraba las ruinas de Alcázar.
Junto a ese Cáceres pétreo, adelantado, conquistador y apabullante, recuerdo otro surrealista, como el Jaguar rosa de aquella chica Montenegro que su padre le había comprado para hacer juego con una blusa de orlón, o la tortuga de esa misma moza, a la que llamábamos Velocidad y se alimentaba sólo con lechuza y morcón; o el profesor de matemáticas de una prima suya a la que ésta tenía preso, secuestrado, en el aljibe del palacio paterno. Era un Cáceres y un Trujillo más fellinianos que otra cosa y de los que recuerdo con especial cariño aquel burrito que todas las mañanas iba a llevar la leche al palacio del conde de Canilleros, un burrito primo hermano del que repartía helados entre los chicos de mi barrio de la Bonanova.
El Cáceres que he reencontrado ese último fin de semana es, en parte, el mismo. Otra vez el mogollón pétreo, heráldico, orgulloso, apabullante de antaño. Sentado frente a la estatua ecuestre de Francisco Pizarro, en la plaza Mayor de Trujillo, me encontraba no sólo indefenso, sino aburrido y un tanto harto de tanta conquista, de tanto imperio, con el mismo sabor de boca que horas antes, al adentrarme en las 100 recetas de fray Juan de Guadalupe, monje y chef franciscano del rico convento, me daba de bruces con el prólogo de José María Javierre en el que hablándome de Madrigal de las Altas Torres, pueblo natal de la señora Isabel de Castilla, me dice: "Opino que, para los ciudadanos españoles, el documento nacional de identidad debería traer un recuadrito donde antes de cumplir los 21 años constara un sello con la firma del señor alcalde de Madrigal: 'Este ciudadano Fulanito de Tal visitó el pueblo de Isabel la Católica, a tantos de tantos".
De aquel Cáceres de 1957 queda la piedra, con otro discurso, más socialista si ustedes quieren, pero igual de señorito. Y eso del discurso socialista, guerrista, del presidente autonómico, cada vez pierde mayor arraigo: se impone el PP con los señoritos -o lo que sea- de Madrid, que alquilan o compran los viejos lagares para convertirlos en "segundas residencias" donde marear la perdiz y refrescarse el culo en verano ante una vieja foto del Caudillo.
Pero el burrito se mantiene, pegado al paisaje, como la jara, el carabo, el toro y la rana. Cáceres, esta vez, pierde prosopopeya para hacerse más próxima, como los paisajes reales o inventados de la infancia. "Tengo campo en la retina para unos meses", decía Joaquina, una compañera de viaje, cacereña, mientras comprobaba la borrachera de jaras en flor, regalo de las últimas y constantes lluvias.
Esta vez, esta segunda vez, también yo me quedo con campo, con otro Cáceres en la retina. Un Cáceres más alejado del carnet de identidad, del bachillerato, de aquella tierra sin pan, del abuelo del Borbón reinante, del doctor Marañón y de la crema de la intelectualidad, pero más cercano, mucho más cercano al burrito que le llevaba la leche al señor conde de Canilleros, y a la entomatá que prepara la prima de mi amiga Joaquina para cuando sus hijos vuelven de pescar la trucha o cazar el conejo.
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