Cibergarrapatas AGUSTÍ FANCELLI
No deberíamos desdeñar los avisos que nos manda el cielo.El lunes de la semana pasada, el perro despertó infestado de garrapatas. Noté la primera acariciándole distraídamente detrás de la oreja, mientras leía el diario (yo, no el perro). Tras separarle cuidadosamente el pelo, tomé contacto visual con el inmundo parásito: ahí estaba el muy ácaro, henchido de sangre su repugnante escroto grisáceo, moviendo estúpidamente las ridículas patas rojas. Hice lo prescriptivo en estos casos: arrancarla con un papel empapado en aceite (o alcohol) y tirarla al váter (nunca a la bolsa de la basura), para, acto seguido, aplicar a la herida una solución yodada. Alarmado, seguí palpando y muy pronto llegué a la conclusión de que no se trataba de una merienda aislada, sino de un auténtico banquete de boda del clan Ixodex ricinus: más de dos docenas llevaba el pobre Ulises, al cual, a esas alturas, nada podía salvarlo de pasarse por la clínica para un corte de pelo al uno, un lavado a fondo con champú antiparasitario y un nuevo collar anti-aliens que los deja bien muertos. Pero Joan Cunillé, veterinario de cabecera del animal, no se quedó tranquilo. El problema, nos hizo saber, no es el ácaro en sí, sino el protozoo que inocula en los glóbulos rojos de la sangre, el temible Babesia canis, cuya acción puede desembocar en una piroplasmosis mortal. Por suerte, había antídoto. Cunillé procedió a administrarle por vía intramuscular una solución a base de dipropionato, y mandó que de refuerzo tomara durante 15 días unos comprimidos de doxiciclina. Todo sea para que no se nos meta en casa gente a la que no hemos invitado.
El jueves siguiente me hallaba yo tecleando alegremente en el ordenador mientras seguía acariciando a Ulises detrás de la oreja. El mal había sido vencido, la vida me sonreía e incluso un subdirector de este diario me amaba. Me lo decía por correo electrónico, en inglés, lo cual me pareció un poco extraño, aunque no mucho, pues ya saben que los periodistas somos gente de mundo. Adjuntaba al mensaje un documento en el que pensé que aclararía los motivos de su inesperado arranque de cariño, por lo que me puse a clicar sobre él como un poseso. El condenado se resistía. Llamé a mi asesor informático, el cual me sugirió que lo convirtiera en un documento de Word, pero ni por ésas logré enterarme del contenido: en la pantalla aparecía un texto en alien, lenguaje de programación creo que le llaman, del que entendí tan poco como del dipropionato. Me decidí por fin a hablar con el mimoso subdirector, pero éste, sin darme tiempo a decirle que yo también le quería, se puso a gritar como un poseso: "¡Tíralo inmediatamente, es un virus!".
Qué decepción. Y qué asco. Pronto, el papel aceitoso: marcar la cibergarrapata con el botón de la derecha, llevar el cursor sobre la orden "eliminar", dar el okey de envío a la papelera de reciclaje, luego proceder a su vaciado (ya les he dicho que desconfío de la bolsa de basura). Ahora, proceder al control de daños, no vaya a ser que el malnacido me haya inoculado un protozoo de caballo y el ordenador esté a punto diñarla de piroplasmosis. No era así afortunadamente: mis documentos seguían intactos, no parecían tener más mala cara que la habitual.
A la mañana siguiente volvía a leer tranquilamente la prensa mientras acariciaba al perro. Demonios, la plaga había sido muy seria. Mi diario de cabecera me alertaba de que, aun cuando todo funcionara aparentemente bien, no dejara de inspeccionar a fondo mi ordenador. Apartándole los pelos con suavidad, descubrí entonces junto a su cuello al MS-Kernel32.vbs henchido de sangre, y poco más abajo al WIN-BUGSFIX.exe moviendo sus repulsivas patas. Pasé el champú antiparásitos repetidas veces, con especial atención a las axilas y las ingles. Pero la terapia de choque aún no había concluido. Era preciso hacerse con una solución inyectable, llamada programa regedit, e inocularla en los ficheros HKEY, que vienen a ser los glóbulos rojos del animal cibernético. Agazapados en ellos estaban el MOQM9N9L. JPG.ubs y el 65887345gv.sdf., protozoos tan terminators como el Babesia canis. Rematé el tratamiento con un antiinfeccioso que me bajé de Internet y que a estas horas ya no sirve de nada, pues el gusano ha mutado horriblemente y puede provocar nuevos malwares inmunes a mis cuitas.
Ahora, cuando abro el ordenador todas las mañanas prometo al cielo que seguiré con mayor atención sus designios. Sigo acariciando a Ulises detrás de la oreja, pero menos que antes y con alguna prevención, por lo que él me mira desde sus ojos tristes preguntándome si ya no le quiero. No es eso, Ulises, quizá algún día llegues a comprenderlo.
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