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Me quedé sin cuento

Ya recordarán mis pacientes lectores que, de vez en cuando, les hacía una entrega de aquella mezcla de culebrón y cuento de hadas a la que di en llamar Tres Princesas Alcaldesas. La complicada y recurrente historia de Solinda, Celinda y Teofinda, en la que me complacía imaginando la trastienda de las relaciones entre el pérfido Aznarín y aquellas cándidas doncellas, un día embaucadas por los irresistibles y nunca explicados encantos del Caballero del Pisuerga, o del Triste Bigote. Y todo para que vinieran a gobernarle sendas ciudadelas en tierras de infieles.Pero ocurrió que la noble Solinda fue destronada del sitial de Sevilla por el intrépido Monteseirín -traición mediante del Cadí Rojas Marcos-, y hubo de ser acogida en el seno de su Altísima, como Vicepresidenta Enésima de la Corte, rango insulso empero placentero. Un amago de sustituirla por la versátil Aguirre, doña Esperancita, a la sazón en sus holganzas senatoriales, no prosperó, si bien vésela por estos pagos de cuando en vez, haciendo también sus mohines principescos. Luego fue que Teofinda, más inquieta que un mico con piojos, y no conforme con someter a los gaditanos con su habla y donaire norteños, empeñóse en gobernar la Andalucía toda. Y héteme aquí que no se estaba quieta ni por yerro. Con lo cual era imposible seguirla en el juego.

Con esto queda dicho y confesado. Que no era cuento ni culebrón, sino juego de rol. El que nos traíamos el audaz Aznarín, como Director, naturalmente, y este humilde cronista, entre otros solapados jugadores, por mor de distraernos, cada cual en su azacaneado vivir. Pero sucedió, allá por el mes de marzo, y con motivo de unas justas que llaman Elecciones, que el conductor de la trama empezó a mostrar síntomas de querer ganar, cuando este divertimento, como todo el mundo sabe, se caracteriza precisamente por no arrojar a su término vencedores ni vencidos. Pues nada, aquello se ponía cada vez más difícil. Lo empecé a notar, como ya he dicho, por las saltos, idas y venidas, simulacros y cambios de personalidad que la susodicha Teofinda trazaba sobre el tablero, sin que diera tiempo a los dados a perseguirla ni a comprender sus acciones. Y todo por una manía persecutoria que de pronto le interesó al cerebelo mismo: doblegar al malvado Chavelón, jeque de los andalusíes. Lo cual que no estaba previsto en modo alguno entre de las reglas inicialmente pactadas. Por último, y para rematar el desmadre, se nos viene ahora, este Príncipe inconstante, con que a la graciosa Celinda nos la quita de enmedio también, cambiándole el rol por el de Gerifalta Salutífera. Y todo para que no se le caiga encima un que diz Palacio de Deportes. Tampoco estaba en lo convenido. En fin, que a aguantarse y a terminar el juego de cualquier manera. Será que a su Serenísima Alteza le han entrado no sé qué picores malignos en la entrepierna. Si no, no se explica. Y ha venido a meternos en la rama más indeseable del juego de rol, cual es la competitiva, y a proponernos unos sucedáneos de héroes, como un tal De la Torre, de Málaga. Ah, y nos ha escamoteado a otro personaje imprescindible: ¡Arenín, el fiel escudero!, ¿se acuerdan? Que ya nadie sabe ni por dónde anda ni qué pinta en esta partida. Yo creo que la voy dejar. ¿Ustedes qué opinan?

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