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El bueno, el malo y las víctimas.

Fernando Savater

Para empezar, dos anécdotas. Al día siguiente de la triste humorada de Arzalluz sobre los "inmigrantes" culpables de obstaculizar con su peso político un hipotético referéndum de autodeterminación, el diario Deia -junto a diversas exculpaciones de cualquier sospecha de mala intención xenófoba en el lider máximo- publicaba el siguiente chiste: dos ertzainas llevan detenido a un tipo de malas trazas, que comenta: "Bueno, mi padre y mi madre eran inmigrantes, pero yo llevo ya 40 años robando aquí, así que soy tan vasco como vosotros". Segunda anécdota. Participé hace unos meses en un programa matutino de televisión dedicado a la situación en el País Vasco. Al dar paso a las llamadas de los telespectadores, el primero que telefoneó -creo que desde Irún o Rentería- comentó que él era nacionalista, contrario desde siempre a la violencia etarra, pero que tras haberme escuchado había llegado a la conclusión de que los españolistas le caían aún peor que los violentos. Son dos botones de muestra por los que asoma lo que hay en el inconsciente nacionalista, que en casos como éstos hierve directamente debajo de la boina, sin el fastidioso trámite cerebral que otras veces lo disimula un tanto. El inmigrante poco sumiso es un depredador, indigno de la hospitalidad que ha recibido en el Gran Caserío en el que todos vivían tan felices; los no nacionalistas que se "posicionan" contra el nacionalismo obligatorio, aunque no maten a nadie ni pongan bombas, siempre estarán peor vistos que los terroristas, chicos brutos pero después de todo de la familia. Con estas directrices se informa en el País Vasco, con ellas se gobierna, con ellas las autoridades premian o marginan y, sobre todo, con ellas y desde ellas se educa. Y a partir de tal educación (insisto: directamente a partir de ella) se mata.Los papeles revelados por ETA, que testimonian lo acordado entre el PNV, EA y los terroristas, han confirmado lo que algunos ya temíamos saber: que están de acuerdo en lo esencial y sólo difieren en los modales y en los plazos. Unos son partidarios de avisar diciendo "¡la bolsa o la vida!", mientras que los otros, más prácticos, dan por sentado que al que le han quitado la vida es fácil después quitarle también la bolsa. Lo peor de esos papeles infames no es si los supuestos demócratas firmaron el anverso, el reverso o no se pusieron de acuerdo en el precio final en el que pretendían vender la libertad de los otros: aún más siniestro es que en el tono general de ese cambalache se excluían los argumentos y las instituciones políticas en las que creen más de la mitad de los ciudadanos vascos. Nadie no nacionalista podría reconocer sus intereses políticos ni en lo que dijo ETA ni en lo que dijeron sus interlocutores. Y recuerdo a quienes ahora se niegan a dar más crédito a la banda criminal que al Gobierno vasco que no hace tanto fue el propio Xabier Arzalluz, desde su púlpito asnal, quien nos aseguró que "ETA no miente". Supongo que ETA también miente, como todo el mundo, pero al lado de Arzalluz o Ibarretxe su veracidad es comparable a la legendaria de George Washington.

El ciudadano no nacionalista se encuentra en Euskadi como el sospechoso en la Dirección General de Seguridad franquista: hay un policía malo, que te zurra para que hagas lo que te ordena, y otro bueno, que te aconseja por tu bien que no le lleves la contraria al malo para evitarte males mayores. Y al final algunos terminan creyendo que el bueno es bueno de verdad y que sólo los obstinados "frentistas" pueden desatender sus bienintencionados consejos. Como José Luis López de Lacalle ya conocía esos usos policiales del franquismo, nunca se dejó engañar por tan burdo reparto de papeles. Mi amigo José Luis opinaba lo que la izquierda siempre ha pensado, hasta la llegada de lumbreras como Javier Madrazo, Margarita Robles y Odón Elorza: que lo mismo que el racismo es una forma de cretinismo moral, el nacionalismo (concretamente el que hoy pretende disgregar Estados democráticos en que se respetan los derechos de las minorías y enfrentar artificialmente comunidades étnicamente plurales en busca de una imposible homogeneidad) es una forma de cretinismo político. Y que es un deber de cualquier persona de izquierdas con un mínimo de conciencia cívica comprometerse pacífica pero tenazmente contra semejante dislate. Por hacerlo así le han matado a José Luis los "malos", y los "buenos" se lamentan, gimiendo: "¡Ya se lo advertimos! ¡Si nos hubiera hecho caso...!".

En el debate de investidura, Anasagasti preguntó al presidente Aznar qué pensaba hacer para acabar con ETA, con la que no pudo la represión franquista ni el plan Zen. Y cuando se habla de elecciones anticipadas y de un posible triunfo del PP, algunos se preguntan de qué servirá eso. A mi juicio, ninguna de las dos preguntas es tan aporética como parecen suponer quienes las formulan. Anasagasti debería recordar que con ETA no acabó la represión policial de Franco, pero tampoco la amnistía, ni el estatuto, ni 20 años de Gobierno nacionalista. Es tan lícito pensar en la imposibilidad de una derrota policial como en la imposibilidad de una derrota política de ETA. Lo que parece proponer el PNV es reconocer finalmente del modo menos traumático posible, la victoria del terrorismo; y como casualmente lo que quieren los terroristas no es tan diferente de lo que pretende el propio PNV (o al menos algunos de sus actuales dirigentes), la concesión les resulta soportable. Pero otros muchos creemos, en cambio, que la convivencia democrática en Euskadi pasa necesariamente por la derrota inequívoca de ETA: es decir, de la violencia, de la ideología legitimadora de la violencia y de la cultura hagiográfica de la violencia. Sabemos que esa tarea es, sin duda, difícil y ciertamente arriesgada (para algunos, claro), pero no imposible. Lo único imposible es regenerar a los verdugos ofreciéndoles el cuello para que desistan de morder, como los lobos buenos.

Y aquí viene la otra pregunta: ¿en qué cambiaría la situación si tuviésemos por fin un lehendakari no nacionalista? Pues para empezar cambiaría -¡y mucho!- la situación del propio PNV. Quizá un fracaso electoral ayudase a que los elementos más flexibles y equilibrados dentro de él, los que saben que sin limpieza étnica la situación sociopolítica del País Vaco nunca va a ser radicalmente distinta de la que hoy conocemos, transferencia arriba o transferencia abajo, ganasen posiciones y regenerasen el momificado partido heredero de don Sabino. Cambiaría sobre todo la situación de los no nacionalistas, que por fin nos veríamos representados y amparados por el Ejecutivo, en vez de ser culpados de las agresiones que sufrimos por los mismos que no cumplen con su obligación de evitarlas. Cambiaría la relación de la sociedad con los verdugos y con las víctimas: quizá lográsemos hasta ver teleberris en que se tratase con mayor miramiento a éstas que a aquéllos. Y nos sentiríamos de nuevo todos haciendo política, no intrigas de salón o guiños nerviosos a los morroskos de la pistola. Porque ya se ha terminado definitivamente el tiempo de los reproches silenciosos, de los razonamientos bienintencionados con quien sólo escucha para apuntar el nombre y la dirección de su antagonista: es el momento de hacerse presentes en la calle, en el Parlamento, en los centros educativos, en todos los espacios donde se dirime la contienda cotidiana. Y volver a gritar ¡basta ya!, ¡basta ya!, ¡basta ya!

Fernando Savater es miembro del Foro de Ermua y de la plataforma ¡Basta ya!

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