Globalización e identidad cultural ÀNGEL CASTIÑEIRA / JOSEP M. LOZANO
¿Cómo influye la globalización en las identidades culturales? Hay una visión desenfadada de la globalización que recurre a la figura del "cosmopolita de aeropuerto" para anunciar la tendencia que se nos viene encima. Se trataría de personas que ven los mismos informativos de televisión, se hospedan en los mismos hoteles, leen la misma prensa, comen la misma cocina internacional, frecuentan las mismas tiendas, pagan con las mismas tarjetas de crédito y deambulan por los mismos lugares de las mismas ciudades. Es un grupo que comparte este estilo de vida y que a menudo lo recubre con una retórica sobre el cosmopolitismo cultural y el universalismo moral. Por extensión, se supone que en un plazo de tiempo no muy largo la mayoría de ciudadanos normales acabaremos también por unificar nuestro consumo de bienes de información y de comunicación y por vivir una misma experiencia colectiva.A pesar de que este tópico tenga visos de convertirse en una evidencia, creemos que hay razones para discrepar de esa visión. La constatación de los nuevos procesos de liberalización, modernización y aumento de la movilidad no nos debería hacer caer en una concepción superficial del cosmopolitismo. Más bien al contrario, como constata Benjamin Barber, hay signos claros de que frente a la lógica de la movilidad rebrota hoy la lógica de la identidad.
A nuestro parecer, una respuesta matizada a los efectos culturales de la globalización debería incluir al menos tres consideraciones:
1. La globalización puede favorecer una mayor interactividad y porosidad entre las culturas (aunque también un mayor colonialismo cultural). Podemos pertenecer a diversos lugares y a diversas comunidades al mismo tiempo, podemos utilizar diversas lenguas para comunicarnos, podemos intentar conciliar distintas tradiciones, incluso podemos practicar un cierto bricolaje cultural. La pertenencia múltiple -en su cara más favorable- nos puede conducir al ejercicio de relaciones flexibles y modulables con las diversas comunidades con las que mantenemos vinculaciones.
2. Ahora bien, no deberíamos olvidar que los traslados interculturales son infrecuentes, difíciles y costosos. El desarraigo cultural voluntario es más bien la excepción. E incluso en estos casos, se podría dudar de una verdadera y plena adaptabilidad cultural, porque cambiar de cultura no es tan sólo dominar un vocabulario, sino conocer el valor simbólico de la lengua, las asociaciones históricas y culturales que acumula, la semántica natural de los recuerdos, las connotaciones compartidas por una comunidad, etcétera.
3. Como recordaba en este mismo diario Vicente Verdú, al mercado globalizado le conviene la movilidad, la circulación, la ligereza, pero a las comunidades les es sustantivo el arraigo, la gravedad de su memoria, el peso de su tradición. Algo parecido sostuvo en Davos el presidente del estado libre de Sajonia cuando afirmaba que "la información, el conocimiento y el capital son áreas naturales de la globalización", pero que, en cambio, "hay otras áreas, como por ejemplo las sociedades, definidas por la lengua, la cultura y la historia, donde la globalización no tiene lugar". Hay una cierta tensión entre la apología de la fluidez que difunde la globalización económico-mediática y la reelaboración que de sus símbolos hacen las colectividades humanas, del mismo modo que hay una tensión entre la flexibilidad y polivalencia laboral y la continuidad de nuestras trayectorias biográficas. Por tanto, el proceso de globalización es el que acentúa la lucha por la redefinición identitaria en el seno de las culturas y de las sociedades.
Hoy sabemos que una buena parte de la afirmación de las identidades culturales no responde necesariamente a reacciones procedentes de un integrismo étnico, sino que son manifestaciones estrictamente posmodernas y que conectan con rasgos antropológicos insoslayables. Es decir, que es en las democracias liberales altamente civilizadas donde los mismos individuos reclaman una pertenencia cultural, porque sinella sus opciones y sus oportunidades vitales serían menos atractivas y sus identidades personales perderían referencia y autoestima. Cataluña, probablemente, podría ser un buen ejemplo de esta tensión.
Los expertos insisten en que la batalla de las futuras hegemonías puede que no se lleve a cabo a través de conflictos armados ni en la confrontación entre ideologías, sino en el campo simbólico de la cultura. De ahí la enorme importancia de los medios de comunicación, uno de los grandes protagonistas de la globalización. En un país como éste, donde las adscripciones a un grupo no dependen de la raza o de la etnia, sino de una exclusiva y voluntaria adscripción cultural de los individuos, los grandes medios de comunicación pueden favorecer o dificultar los procesos de identificación cultural de un colectivo. Creemos que la preocupación por estos procesos es el origen de la manía de los centros de investigación social españoles por preguntarnos día sí y día también si nos sentimos tan españoles como catalanes, o más catalanes que españoles, o sólo catalanes. En este sentido, en Cataluña corremos el riesgo de errar el tiro, de apuntar excesivamente a la diana política e ignorar la diana cultural. ¿Por qué motivo en Cataluña centramos el debate exclusivamente en el sesgo político de los medios de comunicación públicos y en cambio en ningún momento reflexionamos sobre las matrices culturales que se transmiten por multitud de canales los grandes grupos multimedia? ¿Es la titularidad la que marca la frontera entre el debate y el silencio? Los medios de comunicación, como su propio nombre indica, son medios, pero no meros instrumentos. Tanto si son de titularidad pública como privada, es legítimo y necesario preguntarnos, en el nuevo marco de la globalización, cuál es la lógica que los guía y el modelo cultural y social al que dan apoyo.
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