"Miuras" siniestros
Lo que llaman miurada salió siniestro. Mejor será dejar ya de llamarlo miurada, porque no es orgullo sino baldón de la feria. Los toreros no se fiaron de los miuras siniestros y seguramente hicieron bien. La excepción fue Juan José Padilla, que sí se fió y acabó en la enfermería después de cortar una oreja harto meritoria.En realidad Juan José Padilla pasó dos veces a la enfermería, una en brazos de las asistencias, poco después de saltar a la arena el tercer toro, otra por su propio pie después de haberlo tumbado de una estocada y cortarle la oreja.
Padilla compareció en la feria a sangre y fuego. Como suena. Y protagonizó escenas escalofriantes que pusieron a los espectadores al límite del infarto. Al final todo quedó en una cornada superficial y fractura de dos costillas; y serán lesiones dolorosas, pero puede decirse que tuvo suerte, pues el miura le cogió como para partirlo en pedazos.
Miura / Campuzano, Tato, Padilla Toros de Herederos de Eduardo Miura, muy desiguales de presencia aunque con trapío; flojos excepto 5º; moruchos, de feo estilo
3º, manejable. José Antonio Campuzano: estocada corta baja (algunos pitos); bajonazo descarado (algunos pitos); bajonazo infamante, rueda de peones y descabello (bronca y lluvia de almohadillas). El Tato: estocada corta muy baja (pitos); pinchazo en la paletilla perdiendo la muleta, media, ruedas de peones y dos descabellos (pitos). Juan José Padilla: estocada trasera saliendo trompicado (oreja). Herido, por el 3º, pasó a la enfermería. Sufre cornada en un muslo con rotura muscular y fractura de dos costillas; menos grave. Atendido de contusión en testículos y cadera el peón Luis Blázquez, cogido por el 6º. Plaza de la Maestranza, 7 de mayo (tarde). 16ª corrida de feria. cerca del lleno.
Empezó con la recurrente porta gayola. Apareció el miura, terciado y cárdeno, se frenó un instante ante el torero que le aguardaba de rodillas y lo acometió incierto. Padilla se levantó presto para no ser arrollado mas el toro le atrapó con un rápido derrote y lo tiró al suelo. Allí le revolcó tirándole cornadas, hubo revuelo de capotes al quite que distrajeron al toro y Padilla aprovechó entones para incorporarse y escapar. Sin embargo el toro, que lo vio, se le arrancó de nuevo, le prendió por un muslo, le lanzó lejos y lo volvió a revolcar.
Rasgada la taleguilla, desmadejado e inconsciente se llevaron a Juan José Padilla a la enfermería y quedó sumida la plaza en gran consternación. José Antonio Campuzano se hizo cargo del toro, y en éstas que ante el asombro de todo el mundo, apareció unos minutos después Padilla, ya de vuelta, dispuesto a comerse el mundo.
Lidió sin acusar la paliza que acababa de recibir y reclamó las banderillas. Parecía increíble. Ágil y atlético, prendió dos pares ganándole perfectamente la cara al toro, y entró en loor de multitud.
Ya no le abandonaría (el loor). Montó Padilla una faena ardorosa, destemplada lo mismo en las tandas de derechazos que en las de naturales, pero a quién le podía importar. Los olés atronaban la Maestranza.
Quiso matar y le costó horrores pues el toro, que había ido a su aire durante toda la faena, tenía perdida la fijeza, no estaba dominado y se descuadraba continuamente. Por fin pudo realizar Padilla el volapié, entró a toma y daca, y cobró un estoconazo trasero en tanto el toro le pegaba un pitonazo en el pecho que lo rebotó a varios metros de distancia.
Hubo petición mayoritaria de oreja, que se concedió de inmediato, la exhibió orgulloso Padilla en la vuelta triunfal al ruedo y regresó a la enfermería, de donde no volvió a salir.
Sus compañeros de terna no querían seguir el mismo camino, es evidente. Y vista la catadura que se sacaban los miuras, les aliñaron las amoruchadas embestidas y les acortaron la vida sin dudas ni contemplaciones. Y el público se puso levantisco.
No es que los miuras, inválidos, torpones e inciertos, facilitaran esas faenas que dimanan aromas de alhelíes; mas una mínima decisión, una técnica lidiadora -un decoro, en fín- era lo menos que se podía esperar del veterano José Antonio Campuzano y de El Tato, que no es precisamente novicio en la liturgia tauromaca.
Ahora bien, si se mira en positivo será justo precisar que Campuzano y El Tato ni engañaron a nadie ni montaron ningún número para impresionar a la galería. Ellos a lo suyo -y por derecho-, mantearon capotazos, trastearon muletazos, pidieron la espada y entraron a matar.
Eso sí: mataron fatal. Mataron de juzgado de guardia -que solían decir los viejos aficionados-. José Antonio Campuzano, que empleaba bajonazos sin disumulo, al sexto le metió uno de tabernaria concepción. Esa infamante manera de ejecutar la suerte soliviantó a la afición y se armó una bronca casi sin predentes en la Maestranza.
Apenas perpetrado el bajonazo, parte del público se puso a lanzar almohadillas; una copiosa lluvia de almohadillas que cubrió prácticamente la superficie del ruedo. Los celosos custodios de las normas de comportamiento en la Maestranza no podían dar crédito ni a sus ojos ni a sus oidos. Y algunos, por justificar el sainete, aunque fuese en abstracto, les echaban la culpa a los madrileños. Es su fijación.
Así acabó la siniestra miurada: como el Rosario de la Aurora. Claro que los tres espadas -incluído Padilla, en su dolorosa avería- pueden contarlo. Y eso es lo bueno.
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