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Tribuna:LA CRÓNICA
Tribuna
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La ciudad de los tranvías XAVIER MORET

En La ciudad de los prodigios (1986), Eduardo Mendoza nos muestra a su inolvidable personaje Onofre Bouvila caminando hacia el Poblenou, siguiendo el camino que le indica la vía porque no puede pagarse los 20 céntimos que cuesta el viaje en un tranvía tirado por mulas. La protagonista de Nada, novela con la que Carmen Laforet ganó el Nadal de 1944, recuerda que a su llegada a Barcelona "la gente corría a coger los escasos taxis o luchaba por arracimarse en el tranvía". Unas páginas más adelante, añade: "Los primeros tranvías empezaban a cruzar la ciudad y amortiguado por la casa cerrada llegó hasta mi el tintineo de uno de ellos". Los tranvías, siempre los tranvías... Ahora que se habla de nuevo de la oportunidad de resucitar un tranvía que circule por la Diagonal (parece que el Trambaix será una realidad para el 2003), vale la pena recordar que la memoria colectiva de Barcelona está llena de esos tintineos de tranvía de los que habla Carmen Laforet en su novela. O de esos raíles incrustados en los adoquines que seguía ensimismado el bueno de Onofre Bouvila.Barcelona fue durante mucho tiempo una ciudad de tranvías. El 27 de junio de 1872 el primer tranvía hizo su aparición por las calles de la ciudad. Se trataba de un coche de dos pisos arrastrado por caballos que unía La Rambla con la entonces vila de Gràcia. Su aparición, como reflejan los diarios de la época, causó sensación: las escuelas cerraron para que los niños pudieran contemplar su paso y hubo una gran fiesta, aunque según el folclorista Joan Amades hubo quien vio en ellos un invento del demonio. En palabras de Amades, algunos consideraron que "la innovación era un nuevo arte diabólico para tentar y perder las almas e incluso llegaban a pensar que cada vehículo estaba guiado por un demonio".

Había señoras de bien, de esas de misa diaria, que se santiguaban al ver pasar los primeros tranvías y, por si fuera poco, su intuición de que había en ellos algo demoniaco se vio reforzada en 1926 cuando uno de esos artefactos metálicos atropelló al arquitecto y candidato a santo Antoni Gaudí. No parece probado, sin embargo, que esa demonización fuera causa que tener en cuenta para decretar la desaparición de los tranvías del paisaje barcelonés. El último tranvía de Barcelona, siempre con la gloriosa excepción del Tramvia Blau del Tibidabo (que circula los fines de semana y festivos), dejó de circular por las calles de la ciudad el 19 de marzo de 1971, cuando faltaba poco más de un año para cumplir su primer centenario.

El tranvía, se dijo entonces, había quedado obsoleto, era lento y entorpecía el tráfico rodado. Razones de peso relativo, sin duda, aunque parece que pesaron más las apuntadas por los fabricantes de autobuses, principales interesados en el cambio. Treinta años después, cuando ya se han arrancado todos los raíles que sobrevivían en Barcelona para desesperación de ciclistas y motoristas, los técnicos valoran de nuevo el tranvía como un interesante medio de transporte, poco contaminante y, ¡albricias!, capaz de disfrazarse con la palabra mágica: ecológico. En resumen, el ideal del transporte urbano. Por si todo esto fuera poco, no faltan los que argumentan que las ciudades con tranvía -llámense Praga, Viena, Milán, Francfort, Bruselas o Amsterdam- suelen ser ciudades simpáticas.

En 1997, se paseó por la Diagonal un tranvía experimental, aunque, la verdad, sabía a poco, ya que realizaba un corto recorrido entre L'Illa y El Corte Inglés. Para los nostálgicos del tranvía, sin embargo, se mantiene todavía el entrañable Tramvia Blau, que el próximo año llegará a centenario.

A través del reciente libro La Barcelona del segle XX. Burgesa i revolucionària (Llibres del Sol, 2000) de los eminentes barcelonólogos Jaume Fabre y Josep Maria Huertas, puede uno seguir la historia de la ciudad y, al mismo tiempo, darse cuenta de la importancia que ha tenido el tranvía en ella. La Exposición de 1888, por ejemplo, supuso un gran empuje para las líneas de tranvías, y la electrificación que llegó en 1899 recuperó la vieja acusación de "armas diabólicas". El marqués de Foronda, entre 1904 y 1931, fue un personaje satirizado como máximo responsable de los tranvías barceloneses. Durante la Semana Trágica, en 1909, dos tranvías fueron incendiados y otros muchos apedreados. En 1919, los tranvías fueron de nuevo protagonistas, con la huelga de la Canadiense. Durante la guerra civil llegó la colectivización y en pleno franquismo, en 1951, los tranvías protagonizaron uno de sus momentos estelares con una huelga de gran impacto provocada por un aumento exagerado del precio del billete, que era un agravio para los barceloneses. Luego vino el desarrollo, los récords de viajeros, y así hasta el triste final de 1971.

El historiador Albert González, en su libro Els tramvies de Barcelona (Dalmau Editors, 1997), explica que aquella despedida fue un tanto desmadrada, ya que había "desde la clásica chusma predispuesta a reventarlo todo, hasta gente mayor que, nostálgica e ingenua, acudía a hacer el último viaje en tranvía. Lamentablemente, no hubo lugar para ellos; sólo la salvajada, reventando ventanas y asientos, llegaría a entrar en los pocos coches disponibles (...). Era como una locura colectiva y, cuando algo no cedía, era aplastado, roto y reventado. Los más prudentes se fueron a casa: ya habían visto cómo Barcelona despedía al tranvía".

Los tranvías, sin duda, se merecen una segunda oportunidad, aunque sólo sea para borrar la imagen de su triste despedida en 1971. O para recuperar aquel alegre tintineo del que habla Carmen Laforet en Nada, esa gran novela que recupera Barcelona como la ciudad de los tranvías.

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