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TOXICOMANÍAS

Prisiones para 'curarse' de la droga

Soto del Real es uno de los 13 penales españoles con módulos terapéuticos aislados para toxicómanos

Ni las bondades del paisaje ni las impecables condiciones del centro penitenciario de Soto del Real (Madrid) reconcilian con la idea de un penal. Sólo lo consigue el coraje de 49 personas que han vivido antes en circunstancias mucho peores y que luchan entre rejas por dejar la adicción que les llevó hasta allí.Tuvieron suerte, dicen, al recalar en una de las 13 cárceles españolas -hay 79 penales en el territorio nacional- que cuentan con un módulo terapéutico a imagen y semejanza de las comunidades tradicionales para la rehabilitación de toxicómanos, al menos en cuanto al diseño de la terapia. La filosofía de este sistema, aún joven, es la misma en todos los centros, aunque los programas dependen de quien los gestione: terapeutas del centro, ONG o, incluso, los propios reclusos, como sucede en la cárcel de Villabona, en Asturias.

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En el módulo uno de Soto del Real, totalmente aislado del resto, conviven en estos momentos 38 hombres y 11 mujeres. Se reparten entre 72 celdas individuales en dos plantas. Todos ellos cumplen condenas por delitos cometidos bajo la adicción a las drogas. Y lo han dejado todo, hasta la metadona con la que a algunos se les trataba para dejar la heroína. Desde que están aquí sólo fuman tabaco. Dar positivo a las drogas en los análisis rutinarios que se hacen tras un permiso de fin de semana es motivo de expulsión del módulo.

Del programa se encargan cinco terapeutas de Proyecto Hombre, (una ONG veterana en estos tratamientos) más otros cuatro del penal. Y todos ellos hablan con la misma prudencia sobre los resultados que esperan. "Nuestro objetivo es conseguir la abstinencia y la autorresponsabilidad sobre sus propias vidas, pero no es facil. No todo el mundo responde. Cuando una persona tiene apoyo laboral, familiar y social tiene casi todo andado. Aquí es todo lo contrario. Vienen con una importante desestructuración social, falta de hábitos, incluso de higiene. Les falta realmente voluntad para salir de la droga", explica Gloria, la coordinadora psicóloga del módulo. No duda que para algunos sea más eficaz un tratamiento en libertad. Pero no para todos. Dice que la vida que llevan es tan desesperanzada que algunos no han dudado en llamar la atención, cometiendo un delito por ejemplo, para volver a entrar en la prisión. De los 90 internos que en dos años han pasado por el módulo, 28 están ya en la calle libres de drogas. Gloria cruza los dedos para que sigan así.

Terapias de grupo

Los internos llevan levantados desde las ocho. El módulo está reluciente. Los vivos colores de la pared y la intensa luz a través de unos amplios ventanales invitan a creer que no hay barrotes. Pero ahí están, enmarcando un patio deportivo encharcado por el aguacero. Algunos han podido hacer ejercicio temprano, otros han organizado actividades para la semana, antes de reunirse todo el grupo en torno al terapeuta. Las sesiones se repiten a lo largo de la jornada. Se desperezan en la sala donde conviven la mayor parte del día, un espacio hoy plagado de farolillos multicolores para celebrar que el módulo cumple dos años. En este ambiente se animan a contar su historia bajo la promesa de aparecer bajo nombres ficticios.

"Yo trabajaba en un negocio familiar. Me había comprado un coche y vivía bien. Todo empezó tras el divorcio de mis padres", relata Ana, una atractiva madrileña de 32 años que se ha dejado literalmente los dientes en la cuesta abajo de su vida. Cumple una condena de cuatro años por robo con intimidación. Tuvo un hijo, que hoy es un quinceañero, antes de perderse en la vorágine de las dificultades personales y laborales.

Llegó a ser la mano derecha de un capo de la droga, cuenta entre entre orgullosa y horrorizada. Trasladó por dinero inmigrantes africanos desde Madrid a Lisboa. Ha hecho de mula de heroína entre Suramérica y España; ha reventado escaparates; se ha prostituido en hoteles. "Como era guapa y hablo dos idiomas podía llevarme a cualquiera. Un tío llegó a pagarme el aborto y un hotel de cinco estrellas mientras me recuperaba". De ahí, a robar en tiendas y ascensores, a picar carteras. "Me tiraba a todo. Cuando veía un tío pensaba: donde te coja te dejo limpio. Casi estaba deseando caer, porque no había otra forma de salir".

Y cayó en manos de la justicia. Pasó un mono de 45 días a pelo en Soto del Real y al poco pidió entrar en el programa terapéutico. Se inició dos meses en el módulo de "motivación", purgatorio previo donde el recluso se prepara para ingresar en el propiamente terapéutico. En él lleva nueve meses y sólo le quedan cuatro para pasar al tercer grado. Cuanto esto suceda, vivirá en un piso de reinserción y tendrá libre el fin de semana.

El pánico a la vida real no se le va. El mismo que sintió en el primer permiso, cuando iba "de la burbuja de la cárcel a la burbuja de la casa familiar". Porque la droga sigue acechando. "Por supuesto que me sigue encantando". Ése es su drama. "Aquí he cambiado mis comportamientos y he cogido autoestima, pero no deja de ser una situación irreal. Nunca es bueno pensar que ya lo tienes todo hecho. La terapia no es un milagro. La abstinencia la tienes que lograr tú. Es duro, pero más vale que lo tengas en cuenta".

Ana sabe lo fácil que es recaer, porque con ella hay compañeros que van por el segundo intento. "Hice mi primer programa hace cinco años. Salí bien, reconstruí mi familia y mi trabajo, pero cuando las cosas fueron mal empecé por el alcohol y terminé de nuevo con la heroína. Me creía autosuficiente y no lo era", narra Daniel, extremeño de 30 años. Su paisaje infantil fue machaconamente monótono: padre alcohólico y madre hospitalizada un día sí y otro no a consecuencia de las palizas. Con nueve años empezó a trabajar en la construcción y allí conoció la droga. Hoy paga una condena de cuatro años y sigue intentando curarse: "Procuro no engañarme, aceptarme como soy, porque como persona sé que valgo".

Dentro o fuera

Daniel afronta su segunda terapia carcelaria con renovadas esperanzas, aunque le ve un problema: "Es mentira. Esta situación es ficticia. Estás apartado de la vida". ¿Hubieras cumplido todo el programa en una comunidad abierta? Piensa y contesta con gesto pícaro: "Sin riesgos no hay resultados".

De reojo, un colega le observa e interviene para contar que él cumplió una primera condena alternativa en una comunidad terapéutica en la calle y se escapó. No explica por qué. "Me engañé a mí mismo", zanja. A sus 28 años está cumpliendo 14 por robos y quebrantamiento de condena. No se pronuncia abiertamente sobre qué tipo de régimen prefiere para rehabilitarse, pero da a entender que necesita éste, penitenciario, para asegurarse de que va a llegar hasta el final. Debe de ser duro reconocerlo.

En el módulo uno no están todos los que son. Si Soto del Real cumple con la estadística nacional, la mitad de sus 1.517 reclusos tiene problemas de drogas. Sólo 49 han optado por ingresar en el programa y otros 80 se lo están pensando en el módulo de "motivación". ¿Qué pasa? La mayoría no quiere, dicen los internos. La droga es dura de roer y muchos han tirado la toalla, hartos de intentos. No confían en las terapias, e incluso, cuenta Ana, perciben estos centros como "sectas". Ella lo tiene claro: "Cuando me preguntan, siempre recomiendo que lo intenten, que de verdad sirve".

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