Corresponsabilidad
Cuando en 1982 el PSOE se encontró con una mayoría más amplia de la esperada, se apresuró a invocar la corresponsabilidad de todos, y especialmente de las fuerzas sociales, para llevar a buen término el cambio prometido. Ahora que el PP ha superado sus mejores expectativas e incluso cuenta con una hegemonía parlamentaria, si no cuantitativa, sí cualitativamente mayor que la obtenida en su día por el PSOE -compárese la oposición de 1982 y la de hoy-, haría bien en invocar y movilizar la corresponsabilidad social. Es malo un exceso de confianza en las propias fuerzas y peor aún la tendencia española a esperarlo todo de la capacidad y buena fortuna de quien gobierna.Hay, sin duda, en España graves problemas eminentemente políticos que, si bien el Gobierno no puede ni debe tratar de resolverlos solo, le compete tanto la iniciativa como el diseño de una estrategia y la responsabilidad del éxito y del fracaso. Tal es el caso de la erradicación del terrorismo etarra y la solución del problema político vasco que viene de más atrás. Otro tanto cabe decir de la definitiva organización territorial del Estado, que todo el mundo sabe inacabada, o del cierre de nuestra frontera sur, única en Europa que, por razones bien conocidas, permanece abierta -por interina- aquende y allende el Estrecho.
Pero hay otros problemas, si cabe de aún mayor calado, que son eminentemente sociales. Tal es el caso de nuestro declive demográfico, el mayor de toda la UE, que arroja una sombra muy lúgubre sobre el porvenir colectivo de los españoles. Sin duda que corresponde al poder público adoptar medidas de fomento que en otras latitudes han dado sus frutos y no será casual que la natalidad mayor de Europa corresponda a Irlanda, país donde son también mayores las ayudas públicas a la familia. Pero es claro que no basta el incentivo económico para tener más hijos si la sociedad no genera dosis más altas de seguridad e ilusión colectivas, algo que no parece darse en nuestro país pese al aparente optimismo reinante.
Pero, entre ambos extremos, las grandes cuestiones que los españoles hemos de resolver sin pérdida de tiempo requieren tanto un firme liderazgo político, que corresponde al Gobierno, como una intensa cooperación de las fuerzas sociales. Baste, por ejemplo, pensar en el problema de la inmigración. Ni es suficiente una política de blindaje, ni constructiva la apertura indiscriminada que, sin atender a los costes sociales, pretenden justificar el nudo economicista de supuestos expertos de la mano del sentimentalismo ingenuo por ignaro, ni tolerable la explotación empresarial de la mano de obra ilegal que el fraude del desempleo hace necesaria. Sólo en diálogo intenso e ilustrado con las fuerzas morales y económicas, no menos que con las diferentes minorías parlamentarias, podrá el Gobierno abordar con visos de éxito una de las más graves cuestiones del inmediato mañana.
Y otro tanto ocurre a la hora de redimensionar una economía en la que superabundan los contrastes entre opciones, dimensiones y recursos -tema para tratar largamente en otra ocasión- o qué tipo de educación se quiere dar. Porque, si en cuestión de conocimientos el paro juvenil muestra cierta inadecuación entre los que recibe la juventud supuestamente mejor formada de nuestra historia y las demandas reales del mercado de trabajo, los valores éticos y estéticos, cultivados y transmitidos, deberían ser debatidos ampliamente. Si Momsem miraba con optimismo que los hijos de los junkers se dedicaran a la filología, ¿qué pensar cuando la contabilidad es la asignatura madre en la que se forman nuestros futuros dirigentes?
Y si esas cuestiones debieran preocupar muy mucho a la ministra de Educación y a sus colegas autonómicos, no afectan menos a universidades, órdenes religiosas, sindicatos de enseñantes o padres de alumnos.
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