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Tribuna
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'Gran Hermano'

La primera vez que leí 1984, con la sombra del franquismo pegada al talón de los recuerdos y de las intuiciones, me conformé asumiendo la crítica que George Orwell desplegaba contra las dictaduras. En el trabajo, en el amor, en la manera de pasear por las ciudades o de salir al campo, en la forma de padecer la soledad de una cocina o de sentarse junto a compañeros sospechosos bajo el aire turbio de una cafetería laboral, en el modo de conducir los miedos o de reglar las pequeñas ilusiones, los sistemas totalitarios controlan la existencia de los ciudadanos, nos convierten en cuerpos sometidos, en figuras sin autonomía, sin intimidad. El gran hermano te ve, el gran hermano te observa, el gran hermano vigila tus movimientos, repetía Orwell en el estribillo de su novela, mientras un infinito de cámaras secretas y de delaciones fijaba la atmósfera de la represión, de esa falta de aire que no sólo controla el presente, sino que vuelve al pasado para reescribirlo, para manipular los libros y las historias, para adaptar los recuerdos colectivos a la idea del futuro que necesita imponer.La segunda vez que leí 1984, cuando los almanaques habían superado el año sombrío de este título y la vida española disfrutaba ya del hedonismo sin memoria de la modernidad, comprendí que muchas de las profecías tiránicas de Orwell se estaban cumpliendo en las formas democráticas y en la libertad vertiginosa de las sociedades occidentales. Acostumbrados a pensar en los modos de control de la dictadura, nos cuesta trabajo descubrir las formas opresivas de la libertad. 1984 se ha cumplido en las naciones democráticas, y ahí está un canal de televisión convirtiendo en realidad y en éxito colectivo la metáfora del Big Brother, el poder vigilante y manipulador de las cámaras, el movimiento controlado de unos ratones de laboratorios que sufren la mirada de los otros y lanzan a los cuatro vientos su falta de pudor, la mordedura implacable de sus miserias, el ruido de la vulgaridad.

Hay quien justifica el espíritu de este programa porque el éxito de audiencia supone un acto de libertad colectiva, una superación de los tabúes, de los pudores hipócritas de la sociedad tradicional española. Hay quien critica las cámaras del Gran Hermano, porque su vigilancia obsesiva representa el poder dictatorial. Estoy más cerca de los que mantienen que este programa es un acto de libertad, pero no para justificarlo, sino para denunciarlo, para denunciar la idea de tolerancia radical y de libertad impudorosa que han impuesto los códigos del consumo. La verdadera agresión no está en la cámara que vigila, sino en el impudor moral del individuo que se considera con el derecho de invadir la intimidad de los otros con sus ruidos, sus besos, sus sábanas, sus movimientos en el cuarto de baño, sus peleas de cocina, sus neveras, su vulgaridad. La muerte de la convivencia y de la dignidad en los espacios públicos es inseparable de la liquidación moral del individuo, de la construcción del impudor posesivo como modelo de libertad personal. La tolerancia infinita de las intimidades aniquiladas, de las diferencias imposibles, es una terrible forma de control impuesta por el derecho implacable de los consumidores.

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