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Tribuna:LA CRÓNICA
Tribuna
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Enamorado en Menorca ANTONI PUIGVERD

Estoy en Menorca excitado como un niño con mirada nueva, paseando por las calles de Ciutadella y reprochándome por no haber conocido antes esta cercana maravilla. No sé cuántas vueltas habré dado hoy alrededor de la luminosa plaza del Born, con su obelisco que conmemora el asalto de los turcos de 1558, su mirador sobre el delicioso brazo de mar que entrando en la ciudad se convierte en un fotogénico puerto, sus robustos palacios, el espectacular teatro neoclásico. El conjunto que forma esta plaza es admirable, pero no se adhiere a la retina como algo imborrable. Es el conjunto interior de esta ciudad lo que de verdad enamora. El corazón de esta ciudad, fundada por los cartagineses y ampliada por romanos, vándalos, árabes, catalanes, británicos, franceses y españoles, contiene un secreto que no consigo desvelar pero que ejerce sobre mí, en este momento, una fantástica presión emocional. Ciutadella me ha seducido a primera vista (casi a la manera de Lisboa y salvando todas las distancias) gracias a la sugestiva combinación de panoramas marinos y callejuelas misteriosas.Me descubro como un enamorado en su primer día de amor, con la mirada embobada y el corazón batiente, errando por las estrechas calles y preguntándome una y otra vez por qué razón el interior de Ciutadella me atrae de esta manera: aquí la trama medieval destila no un aspecto tortuoso y pintoresco sino un perfil elegante y aseado que recuerda ligeramente al de las ciudades francesas diseñadas con el tiralíneas ilustrado. El caos espontáneo típico de cualquier casco antiguo aquí aparece discretamente remozado por una visible razón geométrica, hija, seguramente, de la tutela británica y francesa. ¡Envidiable regalo de la historia! Las calles de Ciutadella, por otro lado, sin perder la estrechez antigua, están trufadas de interesantes edificios neoclásicos. Aquí y allá, entre primitivos adoquines, paredes encaladas y deliciosas persianas verdes, aparecen columnas flanqueando ventanas, amplias fachadas de piedra y triángulos coronando casas. Lo noble y lo popular convergen: los palacios no ocultan detalles domésticos y, al revés, incluso las casas más sencillas se muestran con cierto refinamiento. Si a todo ello añadimos una inteligente italianización de las fachadas, que han sido discretamente pintadas con los cremosos colores toscanos, el resultado no puede ser más sugestivo.

Bastante mejor, sin embargo, que el mar y las calles de Ciutadella es la gente que acabo de conocer. Participé en una mesa redonda sobre literatura junto al editor Xavier Folch, con quien he viajado hasta aquí, y en compañía del delicado y culto escritor menorquín Joan F. López Casanovas. Nos reunimos en la Casa de Cultura, acogidos por una bibliotecaria de ojos marinos que responde al sugestivo nombre de Dita, e invitados por la teniente de alcalde, Joana Català, que responde perfectamente al arquetipo de mujer mediterránea: morena, cabellos de azabache, rasgos expresivos, insondables ojos negros. El público, como acostumbra a suceder en todas partes, era escaso, aunque especialmente entusiasta y participativo. Lo que podía haber sido un plúmbea mesa literaria se convirtió en una amable tertulia en la que público y ponentes acabamos hablando de la vida. Después, como Dios manda, nos fuimos a cenar. A Ca's Ferrer de Sa Font, un restaurante que les recomiendo fervorosamente. Unos se zamparon gambas con queso, otros le dieron al mero (Anfós gros, en menorquín) pero yo pedí platos de la cocina popular y me regalé con una sensacional variante local de las verduras rellenas. Los calabacines, tomates, cebollas y berenjenas que en Italia, Grecia o Cataluña se rellenan generalmente con carnes y salsas, en Menorca se mezclan con un suave puré de pescado. La conversación basculó entre la alarma por los peligros que acosan el territorio isleño (la espada de la depredación pende de un hilito) y las divertidas anécdotas que el escritor López Casanovas narraba sobre pintorescos políticos locales (uno de ellos, por ejemplo, originalmente sindicalista, agotó las existencias de la camisería política isleña y terminó regentando un prostíbulo). Cuando llegó la hora del Gin Xoriguer, avanzada la noche, me pregunté por qué me sentía tan a gusto entre aquellos menorquines que hablaban de problemas parecidos a los nuestros y se reían con bromas no muy distintas. ¿En dónde radicaba la amable diferencia? En la música del acento menorquín. La lengua de nuestros anfitriones nos acariciaba, suave y melancólica, como si el restaurante fuera un camarote y Menorca entera un delicioso barco sin más destino que el seguir balanceándose.

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