Hora de cambiar el rumbo IGNACIO VIDAL-FOLCH
En los últimos años es lugar común decir que el Salón del Cómic se parece cada vez más al mercado de San Antonio los domingos: un centenar de puestos de comerciantes que exponen sus productos y a los que acuden miles de aficionados como moscas a la miel.La comparación con el popular mercado de tebeos y libros de segunda mano es cruel, pero no inexacta del todo, porque el salón se está dejando llevar por una inercia que mantiene alejado de la estación de Francia a un público potencial al que parece haber renunciado, un público que no sea exclusivamente el del colectivo de fans de los tebeos y que hace algunos años, atraído por convocatorias de carácter digamos más creativo, sí asistía un día u otro; un público que aportaba las sinergias propias de una dimensión social más abierta, un atractivo como efeméride lúdica y hasta cierto punto cultural.
Digo esto al margen de las cifras de visitantes de cada convocatoria, cifras sin duda triunfales de las que ni en el caso de este salón ni en ningún otro hay que hacer demasiado caso. No creo que el estancamiento que padece el salón sea responsabilidad achacable a Pilar Gutiérrez, la actual directora. Ella cumple la función que se le ha encomendado, la cumple con la misma solvencia técnica que los precedentes directores, a los que, como a ella, se les recomendaba sobre todo gran severidad en el control del gasto para enjugar la deuda dejada por el mejor director del salón, Joan Navarro. Una deuda (por cierto bastante modesta) que los sucesivos directores parece que en siete años no han logrado liquidar, a pesar de ceñirse a una política espartana que ha reducido el salón a la mencionada variación sobre el tema del mercado de San Antonio. Quizá esa política restrictiva fuese necesaria en su momento, pero desde luego no es suficiente y por su propia sequedad está reclamando a gritos una renovación.
El espejo de Angulema
No hace tantos años este cronista llegó a escribir que el Salón del Cómic de Barcelona se perfilaba como una seria competencia para el de Angulema, o que incluso estaba a la par con el salón francés. Entonces era cierto, hoy sería una pretensión ridícula intentar mirarse en ese espejo. Los objetivos de hace 10 años se han difuminado, se han perdido por el camino. Entre esos objetivos estaba el carácter internacional del salón barcelonés, que iba camino de ser un centro de negocios, de contratación de derechos, de intercambios culturales. Ahora los editores, los agentes..., los profesionales de la industria, no vienen a Barcelona a exponer sus ediciones ni a cerrar ningún trato, ni siquiera a verse las caras mientras comparten una paella frente al mar. Ahora el salón tiene una dimensión casi exclusivamente local.
El salón también era un museo temporal. Contrataba grandes exposiciones del exterior y era fábrica de otras, casi tan grandes y ambiciosas -recordamos la de los años ochenta en el cómic, la de Juan Bufill sobre Pere Joan, la de Carles Prats sobre Gallardo, entre otras muchas-, cuya vida, tras el salón, se prolongaba en itinerancias por el resto de España. Ahora se siguen organizando exposiciones, pero no se puede hablar seriamente de una dimensión expositiva o formativa seria. Se objetará quizá que los dos mencionados objetivos con que arrancó el salón -la dimensión internacional y la dimensión cultural- son inaccesibles. En ese caso se debería buscar otros objetivos, otras direcciones de actuación y crecimiento, lo cual tampoco se ha hecho porque la superestructura gestora del salón -Ficomic, que reúne a los editores- está burocratizada. No abunda la imaginación. ¿Por qué? Pensándolo bien, es hasta cierto punto un milagro la mera supervivencia de una convocatoria como ésta. Volviendo al espejo de Angulema: aun bajo el amparo de las instituciones, quien corre con el gasto del salón francés son los editores. Pues bien, el salón barcelonés está compuesto por más de un centenar de puestos, cuando sólo quedan en toda España seis empresas editoriales. Por consiguiente, las otras 94 corresponden a comerciantes -librerías, imprentas, quioscos y vendedores de pósteres, camisetas y chapas y demás merchandising- ocupados en hacer el máximo negocio para recuperar lo antes posible, el primer día, el gasto de alquiler del puesto y dedicar los otros a obtención de beneficios. Lo cual es legítimo, pero no es extraño que el salón ya no sea lo que fue, ni siquiera como repartidora de pegatinas y regalitos para los críos.
Aun así, es previsible que al final de las jornadas de hogaño, como suele suceder en cada convocatoria, los participantes manifiesten su satisfacción por el éxito, un éxito que miden por el de la caja. Como la economía vive un buen momento, esa caja será estupenda, y todos contentos. También el público: el salón ha fidelizado al suyo, porque para el fan de los tebeos sigue siendo fascinante ver a sus dibujantes preferidos firmando sus álbumes o tebeos, y comprar, en cuanto aparecen, las principales novedades del año, que todos los editores publican coincidiendo con estas fechas.
Pero precisamente cuando no hay una crisis galopante, cuando hay margen de maniobra, es el mejor momento para reflexionar y enderezar el rumbo.
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