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Bali: cuestión de perfiles

JAVIER UGARTE

¿Ha estado usted alguna vez en la isla de Bali? Yo tampoco. Debe ser un lugar de una belleza extraordinaria, de una sensualidad desconcertante. Los turistas norteamericanos la han convertido en uno de sus rincones predilectos y la llaman "último paraíso", "amanecer del mundo", y todas esas cosas que se dicen de los rincones que un día fueron hermosos. Pero aunque no haya estado, sí puede hacer un pequeño ejercicio con el atlas que tiene en la estantería. Busque en él la isla y, como hace ETB con su mapa del tiempo, sepárela de Java y del resto del archipiélago de Sonda. Y asómbrese del parecido que tienen los perfiles de Bali y del País Vasco ampliado (más conocido hoy por Euskal Herria). Puede ver, incluso, a Petilla de Aragón a su derecha. Ellos la llaman Nusa Penida.

Pero sigamos en Bali. En la isla, ajena a la influencia musulmana de su entorno y al impacto intenso de la colonización holandesa, pervivió hasta este mismo siglo la cultura anterior de Java y Borneo. Una cultura hecha de diferentes oleadas migratorias procedentes de China, India y Lejano Oriente (y aún visible en los barrios chinos de Yakarta).

En 1906 los holandeses decidieron controlar también aquella isla y someter a los reyes que la gobernaban. Y cuentan que su asombro fue grande cuando, al adentrarse hacia la antigua ciudad de Badung, vieron al rey, a sus mujeres e hijos y a todo su séquito marchar decididos ante el fuego directo de sus rifles en un espléndido suicidio colectivo. Pero la cosa no fue extraordinaria. Los reyes, según eran sometidos, se suicidaban con su corte. Al culminar en 1908 la ocupación con la toma de Klungkung, el reino más importante de la isla, el rajá y su gente, en un extraño rito de éxtasis espiritual y de opio, caminó de nuevo contra las balas del ejército holandés para caer abatidos por ellas. Aquél, que podía parecer un acto heroico de los príncipes isleños, no era sino prolongación y parte de la práctica drástica pero usual de sus magnates. Bali, la bella Bali, como India, era tierra de ritos de cremación colectiva en los que, tras la muerte de un rey o magnate y su incineración, sus esposas se arrojaban a las llamas en un espectacular acto de inmolación impuesta por la tradición. Todo como parte de un grandioso ceremonial lleno de intensa hermosura y horror. No era algo que provocaran los holandeses con su presencia extraña: los reyes derrotados por otro rey vecino también se inmolaban con su familia y sus nobles. Y es que en Bali, la corte no era un centro administrador o una élite organizadora de un territorio, sino la propia encarnación del Estado y con él debía morir. Era el microcosmos que, con su ceremonial grandioso, encarnaba el orden político santificado. La pompa masiva no se organizaba, como en Occidente, para apuntalar al Estado, sino que el propio Estado era un invento para la promoción de los rituales. La corte no era núcleo o motor del Estado, era el Estado mismo. Y para desaparecer como poder, debía desaparecer físicamente. El Estado de Bali, observa Geertz, el antropólogo que mejor conoce aquel mundo, expiró tal como había vivido: absorto en el espectáculo ceremonial.

En fin, no es que lo dicho, claro, tenga nada que ver con nada de lo que aquí ocurre... salvo esa cuestión de los perfiles. Y hablando de perfiles, hay cierto grupo de poder que creyéndose no un posible núcleo organizador del paisito sino el país mismo, y viviendo pendiente del ceremonial de los Udalbiltza, los Aberris y Alderdis, de las mesas redondas en ETB y otras galas, tenga intención de inmolarse al perder cotas de poder. Lo pensaba la semana pasada viendo a Arzalluz y sus inmigrantes, a Anasagasti en el Congreso y a Ibarretxe, cautivo de su ceremonial tecnocrático/nacionalista. Hoy me sobrecojo al ver los papeles de ETA y comprobar las inclinaciones suicidas que anidan en el PNV y en EA. Afortunadamente, ésta es una sociedad sana, poco ceremonial, moderna, y sabrá sobreponerse.

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