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Tribuna
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Moteros

El campeonato de motociclismo de Jerez ha coincidido con un viaje mío por el Campo de Gibraltar. Yo no sabía nada de esa competición, entre otras cosas porque carezco del menor interés por las motos y, además, porque suelo prescindir de las secciones deportivas de los medios de comunicación. Supongo que se trata de una limitación mía, pero eso es lo que me ocurre. Algo, sin embargo, había oído comentar a este respecto y lo recordé precisamente el sábado pasado, cuando viajaba de Sanlúcar a San Roque, por la carretera de Jerez a Los Barrios, y al día siguiente, volviendo a mi casa de Montijo después de haber dado un rodeo por Tarifa, Zahara y El Puerto de Santa María. Un hermoso periplo sólo alterado por la multiplicación abrumadora de motos que iban surgiendo por todas partes.Yo puedo llegar a entender -aunque me cueste trabajo- que en Jerez se reúnan 200.000 personas para presenciar una carrera de motocicletas. Hay deportes para todos los gustos y las concentraciones gregarias aumentan en este sentido hasta cotas impensables. De sobra se sabe que las exaltaciones, los fervores compartidos por multitudes suplen con creces en términos deportivos las decepciones y carencias de la vida cotidiana. No es que me parezca mal, pero tampoco tengo por qué compartir semejantes desarreglos. A juzgar por lo que he visto y oído, el espectáculo motociclista de Jerez, o la babilonia que genera, ha tenido que ser verdaderamente espeluznante.

Pero, aparte de la competición propiamente dicha, lo que de veras me asombra es la avalancha de motos que se ha abatido sobre toda esta comarca: parece ser que más de 50.000. Pienso que en un círculo de sesenta o setenta kilómetros de radio con centro en Jerez, nadie ha podido permanecer al margen -para bien o para mal- de esa vertiginosa invasión de moteros. Toda la red viaria de Cádiz, incluidas sus carreteras, trochas y carriles, ha padecido un tráfico tan copioso como ensordecedor. En este puente del Primero de Mayo no ha habido por aquí más ruido que el de esas máquinas atronadoras. La provincia entera -sus establecimientos, pueblos y campiñas- han acogido con gusto o con horror a esas personas uniformadas y posesionadas de cada espacio habitable como un verdadero ejercicio de ocupación.

Lo más curioso de todo ese desbarajuste es el ritual subalterno que incluye. Me refiero a las ceremonias del lucimiento personal y a la emulación tácita entre los moteros. He llegado a pensar que para muchos de ellos tan importante o más que presenciar el desarrollo de la carrera es la competición privada. ¿Quién es el más hábil, el mejor equipado, el más temerario? ¿Qué moto es la más poderosa, la más espectacular? No hay premios para el presunto vencedor en ese juego de rivalidades, pero la ufanía de quienes se exhiben ante un público de presuntos devotos, una vez demostradas estruendosamente sus heroicidades, es ya una recompensa que los indemniza de muchas insatisfacciones. Por lo pronto, ese motero que se considera el primero entre sus pares es ya uno de los jefes indiscutibles de la tribu. Ni la lluvia ha logrado suprimir ese regocijo.

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