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Tribuna:EL NUEVO GOBIERNO
Tribuna
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Un Gobierno del presidente

Adolfo Suárez nunca pudo disponer de un Gobierno propio; sus grandes quebraderos de cabeza vinieron de los equilibrios que siempre se vio obligado a recomponer entre las familias centristas, cada una con su barón al frente, cada una con apetencias de ampliar su parcela de poder o su trozo de pastel. Felipe González, que comenzó su larga presidencia con mayoría absoluta, un partido muy disciplinado y un Gobierno a su medida, sufrió enseguida la aparición de las denominadas sensibilidades, que luego desembocaron en verdaderas facciones, con la célebre bicefalia y las luchas internas que acabaron dando en tierra con dos al precio de uno. Es Aznar el primero que ha logrado avanzar desde un Gobierno en minoría y con obvias hipotecas a un Gobierno estrictamente presidencial.Éste es el resultado más notorio de la mayoría absoluta que, con el sistema electoral que disfrutamos, sólo puede atribuirse a la buena estrella del candidato a la presidencia. Mayorías sólo ha habido dos, las de González y la de Aznar; en ambos casos, la mayoría se convierte en capital del presidente, que siente con ella realzado su poder personal. Suárez nunca la tuvo; González, en lugar de reafirmarla en las sucesivas elecciones, sufrió en cada una de ellas su lenta pero constante erosión hasta perderla; sólo Aznar la ha acrecentado de una elección a la siguiente. Como era obligado, esa novedad tenía que repercutir en la formación de su Gobierno: en 1996, Aznar debía demasiadas cosas a demasiada gente; cuatro años después, no debe nada a nadie. Su Gobierno es la consecuencia natural de este fenómeno: lo forman quienes él ha querido en los ministerios que él ha querido.

La estrategia seguida para lograr desde su precaria posición anterior un incremento sustancial de poder ha sido clara como el agua: Aznar no ha permitido la consolidación de un líder con una base propia ni en el partido ni en el Gobierno. Álvarez Cascos pudo labrársela cuando aspiraba a reeditar el modelo bicéfalo de los socialistas: vicepresidente en el Gobierno y vara alta en el partido, como un nuevo Guerra. Pero Cascos cometió errores gravísimos que debilitaron hasta el extremo su posición sin afectar para nada a la del presidente: dejó de ser alguien en el Gobierno y fue sustituido sin más contemplaciones en el partido. No hubo alvarezcasquismo como sí hubo -y lo que te rondaré- guerrismo. Hoy todo lo que es, ministro de Fomento, se lo debe a Aznar, suficientemente avisado como para no sembrar más que de los imprescindibles cadáveres políticos su camino.

Con el partido en sus manos, o en esa extensión de sus manos que son las de Arenas, tampoco podía Aznar, a cuatro años de las próximas elecciones, dejar crecer demasiado en el Gobierno una posición desde la que alguien pudiera reclamar por méritos propios un derecho de primogenitura a la sucesión. Hubiera sido como una variante de la bicefalia, esta vez dentro del Gobierno, la elevación de Rato a la vicepresidencia primera conservando íntegro en su cartera el macroministerio de Economía y Hacienda. Rato podrá ser el tapado de Aznar, el candidato en las siguientes elcciones; pero si finalmente lo es, se lo deberá al presidente del partido, un cargo al que Aznar no renunciará en el próximo congreso.

Tenemos así un presidente de Gobierno que decide sin trabas la dirección efectiva del partido, como tendremos un presidente de partido que decidirá en plena libertad el futuro candidato a la presidencia del Gobierno. No es un juego de palabras; es sencillamente la realidad construida paso a paso por este político más funcionarial que carismático, pero que ha demostrado poseer un formidable sentido del poder. Lo ha ejercido en esta ocasión para trenzar un Gobierno más ilustrado y más centrista, lo que suena estupendamente. Pero lo importante es que se trata, sobre todo, de un Gobierno del presidente; de un presidente que dispone, como de capital propio, de mayoría absoluta. Vamos a ver cómo la administra.

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